– De momento no, pero perderemos algunos mas antes de que esto termine. Con el tiempo podriamos acabar quedando Elena, que es una luchadora, nuestro benefactor, tu y yo, quiza el abogado, que se lo esta pensando, y nuestro amigo de Siena.
– El eterno optimista.
– Si, no hay muchas cosas que le preocupen. El signor Zerba se lo toma todo con calma.
– ?Sabes algo del trabajo en la compania del gas?
– No, pero puede que tenga otra cosa, de otro amigo, en un almacen de Levallois.
– ?Levallois! Eso esta lejos. ?Llega hasta alli el metro?
– Cerca. Despues de la ultima parada hay que coger un autobus o ir andando.
– ?Puedes usar el coche?
– Ese trasto… no. No creo. La gasolina es cara, y los neumaticos, en fin, ya sabes.
– Arturo, no puedes trabajar en un almacen, tienes cincuenta y… ?que? ?Tres?
– Seis. Pero solo se trata de verificar las cajas que entran y salen. Un amigo nuestro esta mas o menos al frente del sindicato, asi que es una buena oferta.
El camarero se acerco con unos platos en los que habia unas lonchas de un jamon de color ladrillo.
– Basta -dijo Salamone-. Ha llegado la cena, asi que charlaremos de la vida y el amor.
No hablaron de trabajo mientras duro la cena, que fue excelente: la pierna de cordero asada con ajo, las verduras tempranas frescas y bien escogidas. Cuando se terminaron los higos en almibar y encendieron sendos cigarrillos para acompanar los expresos, Salamone apunto:
– Supongo que la verdadera cuestion es que si no podemos protegernos nosotros mismos, ?quien va a hacerlo? ?La policia, los de la Prefecture?
– Es poco probable -replico Weisz-. Vera, agente, estamos metidos en operaciones ilegales contra un pais vecino y, como nos estan atacando, nos gustaria que nos echara una mano.
– Creo que tienes razon. Tecnicamente es ilegal.
– De tecnicamente nada. Es ilegal, punto. Los franceses tienen leyes contra todo, solo es cuestion de escoger una. De momento nos toleran, por conveniencia politica, pero no creo que tengamos derecho a pedir proteccion. Mi inspector de la Surete ni siquiera admitira que soy el director del
– Asi que estamos solos.
– Eso es.
– Entonces ?como nos defendemos? ?Que armas usamos?
– No estaras hablando de armas de fuego, ?no?
Salamone se encogio de hombros, y su «no» fue vacilante.
– Con influencias, favores, quiza. Eso tambien es frances.
– Y ?que hacemos a cambio? Aqui no se hacen favores por nada.
– No se hacen favores por nada en ninguna parte.
– El inspector de la Surete, como te decia, nos pidio que publicaramos la verdadera lista, la de Berlin. ?Lo hacemos?
–
– Entonces ?que? -quiso saber Weisz.
– ?Que tal te llevas con los ingleses ultimamente?
– Joder, preferiria publicar la lista.
– Puede que estemos jodidos, Carlo.
– Puede. ?Que hay de la siguiente edicion? ?Nos despedimos de ella?
– Me parte el corazon, pero tenemos que sopesarlo.
– Vale -accedio Weisz-. Lo sopesamos.
Despues de cenar, cuando iba de la parada de metro de Luxemburgo al Hotel Tournon para la sesion nocturna con Ferrara, Weisz paso ante un coche que estaba aparcado de cara a el en la rue de Medicis. Era un coche poco comun para ese barrio. No habria llamado la atencion en el octavo, en los amplios bulevares, o en el pretencioso Passy, pero tal vez se hubiera fijado en el de todas formas. Porque era un coche italiano, un Lancia sedan de color champan, el mejor de la gama, con un chofer, con su gorra y su uniforme, sentado muy tieso al volante.
En la parte de atras, un hombre con el cabello cano pulcramente peinado, el fijador reluciente, y un bigotito argenteo. En las solapas del traje de seda gris, una Orden de la Corona de Italia y una medalla de plata del Partido Fascista. Weisz conocia muy bien a esa clase de hombres: modales exquisitos, polvos perfumados y cierto desden altanero hacia cualquiera que estuviera por debajo de el en la escala social, es decir, la mayor parte del mundo. Weisz aminoro el paso un instante, sin detenerse del todo, y continuo. Aquel titubeo momentaneo parecio despertar el interes del hombre de cabellos de plata, cuyos ojos reconocieron su presencia y luego se apartaron intencionadamente, como si la vida de Weisz careciera de importancia.
Cuando llego a la habitacion de Ferrara casi eran las nueve. Seguian en la epoca que el coronel paso en Marsella, donde encontro empleo en un puesto de pescado, donde lo descubrio un periodista frances que lo calumnio en la prensa fascista italiana y donde, con el tiempo, entro en contacto con un tipo que reclutaba hombres para las Brigadas Internacionales, mas o menos al mes de que Franco se sublevara contra el gobierno electo.
Luego, cuando empezo a preocuparle el numero de paginas, Weisz recondujo a Ferrara hasta 1917 y los
– Pero nosotros no -dijo Ferrara, la expresion adusta-. Tuvimos nuestras bajas y nos retiramos porque teniamos que hacerlo, pero no dejamos de matarlos.
Mientras Weisz tecleaba llamaron timidamente a la puerta.
– ?Si? -dijo Ferrara.
La puerta se abrio y aparecio un hombrecillo desastrado que pregunto en frances:
– Y bien ?como va el libro esta noche?
Ferrara lo presento como monsieur Kolb, uno de sus guardaespaldas y el agente que lo habia sacado del campo de internamiento. Kolb repuso que estaba encantado de conocer a Weisz y luego consulto el reloj.
– Son las once y media -anuncio-, hora de que los buenos escritores esten en la cama o armandola ahi fuera. Les propongo esto ultimo, si les apetece.
– ?Armandola? -inquirio Ferrara.
– Es una expresion. Significa pasar un buen rato. Pensamos que tal vez le apeteciera ir hasta Pigalle, a algun lugar de mala reputacion. Beber, bailar, quien sabe. El senor Brown dice que se lo ha ganado, que no puede pasarse los dias encerrado en este hotel.
– Ire si tu quieres -le dijo Ferrara a Weisz.
Este ultimo estaba agotado. Tenia tres ocupaciones, y el esfuerzo comenzaba a afectarlo. Peor aun, el expreso que se habia tomado antes no habia contrarrestado el Barolo que habia compartido con Salamone. Pero todavia tenia en mente la conversacion que habian mantenido, y una charla con un secuaz del senor Brown tal vez no fuera mala idea, mejor que abordar directamente al senor Brown.
– Vayamos -propuso Weisz-. Tiene razon, no puedes estar siempre encerrado aqui.
Era evidente que Kolb presentia que accederian, tenia un taxi esperando ante el hotel.
La plaza Pigalle era el corazon de la vida licenciosa de Paris, pero los clubes nocturnos, iluminados por neones, se sucedian uno tras otro por el bulevar Clichy, sugiriendo pecado en abundancia para todos los gustos. En Paris no escaseaba el pecado, desplegado en conocidos burdeles. Habia salas de sadomaso, harenes de chicas cubiertas con velos y bombachos, erotismo de altos vuelos -en las paredes instructivos grabados japoneses- o del sordido y asqueroso, pero aquel supuesto nucleo del pecado tenia que ver mas bien con la promesa del mismo