– Ya va, monsieur -contesto el portero-. No puedo ir mas deprisa.
Weisz espero a que un Bertrand jadeante -esos recados acabarian con el- salvara a duras penas los ultimos peldanos, en la temblorosa mano un sobre blanco. En el pasillo una puerta se cerro de un portazo. Weisz se volvio y vio que el nuevo inquilino habia desaparecido. Que se fuera a hacer punetas, menudo maleducado. O quiza algo peor. Weisz se dijo que debia tranquilizarse, pero algo en los ojos del hombre lo habia asustado. Le habia hecho recordar lo que le sucedio a Bottini.
– Esto acaba de llegar -informo Bertrand al tiempo que le entregaba el sobre a Weisz.
Este metio la mano en el bolsillo en busca de un franco, pero tenia el dinero en la mesa, junto con las gafas y la cartera.
– Pasa un momento -pidio. Bertrand entro en el cuarto y se dejo caer pesadamente en la silla, dandose aire con la mano. Weisz le dio las gracias y le entrego su propina-. ?Quien es el nuevo inquilino?
– No sabria decirle, monsieur Weisz. Creo que es italiano, puede que viajante.
Weisz echo una ultima ojeada a sus cosas, cerro la maleta y el maletin, y se puso el sombrero. Tras consultar el reloj, comento:
– Tengo que ir a Le Bourget.
Al parecer el franco en el bolsillo de Bertrand habia acelerado su recuperacion. Se puso en pie con agilidad y, mientras hablaban del tiempo, acompano a Weisz escaleras abajo.
En el primaveral crepusculo, cuando el Dewoitine inicio el descenso hacia Berlin, el cambio de ruido de los motores desperto a Carlo Weisz, que miro por la ventanilla y contemplo una nube justo cuando chocaba contra el ala. En el regazo tenia un ejemplar abierto de
Weisz hizo una senal en la pagina y guardo el libro en el maletin. Cuando el avion perdio altura, dejo atras la nube, que dejo al descubierto calles, parques y agujas de iglesias de pueblos, luego un mosaico de sembrados, aun verdes en el atardecer. Todo era muy apacible y, penso Weisz, muy vulnerable, porque aquello era lo que veria el piloto de un bombardero justo antes de arrasarlo todo. Weisz habia estado en varias ciudades espanolas bombardeadas por los alemanes, pero ?quienes de los de alli abajo no las habian visto, con el acompanamiento de una musica heroica, en los noticiarios del Reich? ?Era consciente aquella gente de ahi abajo, que estaba cenando, de que podia ocurrirle a ella?
En el aeropuerto de Tempelhof, el
A la manana siguiente, a las nueve, se hallaba en la oficina de Reuters, donde recibio la calurosa bienvenida de Gerda y las demas secretarias. Eric Wolf se asomo y le indico a Weisz que entrara en su despacho. Habia algo en el -la eterna pajarita, la expresion de perplejidad, los ojos miopes tras las gafas redondas- que lo hacia parecer un simpatico buho. Wolf saludo y, acto seguido, en actitud conspiradora, cerro la puerta. Impaciente por contar algo, se inclino hacia delante, la voz baja y confidencial:
– Me han entregado un mensaje para ti, Weisz.
Este trato de mostrarse indiferente.
– ?Ah, si?
– No se que significa y, naturalmente, no tienes por que decirmelo. Tal vez no quiera saberlo.
Weisz estaba desconcertado.
– La otra tarde sali de la oficina a las siete y media, como de costumbre, y me dirigia a mi apartamento cuando una senora muy elegante, toda vestida de negro, se me acerca y me dice: «Senor Wolf, si Carlo Weisz viene a Berlin, ?le importaria darle un mensaje de mi parte? Un mensaje personal, de Christa.» Yo estaba un tanto sobresaltado, pero repuse que si, que por supuesto, y ella me dijo: «Por favor, digale que Alma Bruck es una buena amiga mia.»
Weisz no contesto en el acto, luego meneo la cabeza y sonrio: «No te preocupes, no es lo que piensas.»
– Ya se de que se trata, Eric. Ella es asi a veces.
– Ah, bueno. Claro esta que me resulto extrano. Fue un tanto siniestro, ?sabes? Espero haber entendido bien el nombre, porque quise repetirlo, pero llegamos a la esquina y ella giro, echo a andar calle abajo y desaparecio. Fue cuestion de segundos. Fue, como decirlo, como de pelicula de espias.
– La senora es una amiga mia, Eric. Muy amiga. Pero esta casada.
– Ahh -Wolf se sentia aliviado-. Eres un tipo con suerte, yo diria que
– Le dire que lo has dicho.
– No te imaginas como me senti. O sea, pense: «quiza sea una noticia en la que esta trabajando» y, en esta ciudad, uno ha de andarse con cuidado. Pero luego pense que tal vez fuera otra cosa. Senora vestida de negro… Mata Hari… esa clase de cosas.
– No. -Weisz sonrio al oir las sospechas de Wolf-. Eso no es para mi, no es mas que una aventura, nada mas. Y te agradezco la ayuda. Y la discrecion.
– ?Me alegro! -exclamo un Wolf mas relajado-. No siempre puede uno hacer de Cupido.
Con una sonrisa de buho, tenso la imaginaria cuerda de un arco y, a continuacion, abrio la mano para lanzar la flecha.
La invitacion llego mientras Weisz y Wolf se hallaban en la conferencia de prensa matutina del ministerio de Propaganda. Dentro del sobre de un servicio de mensajeria, otro sobre con su nombre escrito a mano y una nota doblada: «Queridisimo Carlo: doy un coctel en mi apartamento esta tarde a las seis. Me encantaria que vinieras.» Firmado: «Alma», con domicilio en la Charlottenstrasse, no muy lejos del Adlon. Muerto de curiosidad, Weisz fue a la hemeroteca y, cosa de la eficacia alemana, alli estaba: menuda, delgada y morena, con un abrigo de pieles, sonriendo al fotografo en una funcion benefica a favor de las viudas de guerra el 16 de marzo, el Dia de los Caidos en Alemania.
Charlottenstrasse: una manzana de senoriales bloques de apartamentos en piedra caliza, las ventanas superiores con balcones diminutos. El tiempo y el hollin habian ennegrecido los ejemplares parisinos, pero los prusianos de Berlin conservaban los suyos blancos. La calle estaba inmaculada, con adoquines perfectamente limpios, festoneada de tilos tras decorativas verjas de hierro. Los edificios, segun la geometria intuitiva de Weisz, mucho mas amplios por dentro de lo que parecian por fuera. Tras cruzar un patio de ladrillo blanco y subir dos pisos en un ascensor con la cabina llena de arabescos, llego al apartamento de Alma Bruck.
?Era a las seis? Weisz juraria que si, pero al poner la oreja en la puerta no oyo senal alguna de que alli se estuviera dando un coctel. Llamo timidamente. La puerta, que no estaba cerrada con llave, se abrio unos centimetros. Weisz la empujo un poco y se abrio mas, dejando a la vista un vestibulo a oscuras.
– ?Hola? -dijo Weisz.
Nada.
Entro con cautela y cerro la puerta, aunque no del todo. ?Que pasaba? Un apartamento oscuro, vacio. Una trampa. Luego, procedente de alguna parte al otro extremo del largo pasillo, oyo musica, aires de swing, o un tocadiscos o una radio sintonizada en una emisora de fuera de Alemania, donde esa musica estaba
– ?Hola? -repitio. Nada, solo la musica.
«?Christa, estas ahi?» ?Seria aquello una escena romantica y festiva? ?O algo muy diferente? Por un instante se quedo helado, las dos posibilidades pugnando en su interior.
Al final respiro hondo. Ella estaba alli, en alguna parte, y si no era asi, en fin, mala suerte. Enfilo el pasillo despacio, el viejo suelo de parque crujia a cada paso. Dejo atras una puerta abierta, un salon con los cortinajes