– Tu diras donde, Elena.

– El sesenta y dos, aun falta un poco. Ahi esta la patisserie, algo mas adelante, mas, ahi.

El coche se detuvo, y Salamone apago el faro que aun funcionaba.

– ?Segundo piso?

– Si.

– No hay luz.

– Vamos a echar un vistazo -propuso Elena.

– Estupendo -dijo Salamone-. Allanamiento de morada.

– ?Y si no?

– La vigilamos uno o dos dias. Tu podrias venir a la hora de almorzar, Carlo; y tu, Elena, despues del trabajo, solo una hora. Yo volvere manana por la manana, en coche. Y Sergio por la tarde. Hay un zapatero al otro lado de la calle, puede ir a que le pongan tapas y esperar mientras se las colocan. No podemos estar en todo momento, pero puede que veamos quien entra y quien sale. Carlo, ?que opinas?

– Lo intentare, pero no creo que vea nada. ?Servira esto de algo, Arturo? ?Que vamos a ver que podamos contarle a la policia? Podemos describir al tipo que fue a la galeria, podemos decir que no creemos que sea una agencia de fotografia, podemos contarles lo del Cafe Europa, que tal vez fuera intencionado, y lo del robo. ?Acaso no basta?

– Lo que creo es que tenemos que intentarlo -insistio Salamone-. Probarlo todo. Porque solo podremos ir a la Surete una vez, y hemos de darles todo lo que podamos, lo suficiente para que no puedan ignorarlo. Si nos ven como a un punado de emigrados quejicas y nerviosos a los que quiza intimiden otros emigrados, sus enemigos politicos, se limitaran a rellenar un formulario y archivarlo.

– ?Podrias entrar ahi, Carlo? -pregunto Elena-. ?Usando algun pretexto?

– Podria.

La idea lo asusto. Si eran buenos en su trabajo, sabrian quien era el, y cabia la posibilidad de que no volviera a salir.

– Muy peligroso -opino Salamone-. No lo hagas.

Salamone metio una marcha.

– Fijare un horario de vigilancia. Para un dia o dos. Si no vemos nada, utilizaremos lo que tenemos.

– Yo vendre manana -confirmo Weisz.

«La luz del dia cambiara las cosas», penso. Y ya veria como se sentia. ?Que podia inventar?

3 de junio.

Weisz tuvo una mala manana en la oficina: atencion dispersa, un nudo en el estomago, consultando el reloj cada pocos minutos. Por fin llego la hora de comer, la una. «Estare de vuelta a las tres -informo a la secretaria-. Tal vez algo mas tarde.» O nunca. El metro tardo una eternidad en llegar, el vagon vacio, y cuando salio de la Gare de l'Est caia una lluvia menuda e ininterrumpida.

Aquella llovizna hacia al barrio, lugubre y desolado, un flaco favor. Y tampoco mejoraba gran cosa a la luz del dia. Echo a andar por la acera del bulevar opuesta al numero 62, luego cruzo, entro en la patisserie, se compro un pastel y salio de nuevo a la calle, donde se deshizo de el. No habia forma humana de comerse aquello. Hizo una pausa en el 62, como si buscara una direccion, siguio adelante, cruzo el bulevar de nuevo, se detuvo en una parada de autobus hasta que este llego y se fue. Todo aquello le llevo veinte minutos del turno de vigilancia que le habia sido asignado. Y en el edificio no habia entrado ni salido un alma.

Estuvo diez minutos de aqui para alla en la esquina donde confluian el bulevar y la rue Jarry, consultando el reloj. Un hombre que esperaba a un amigo que no llegaba. «Arturo, esta idea es ridicula.» Se estaba empapando. ?Por que demonios no habia cogido el paraguas? El cielo estaba nublado y tenia un aspecto amenazador cuando salio a trabajar. ?Y si decia que buscaba empleo? Despues de todo era periodista, y Photo-Mondiale seria un sitio logico al que acudir. O, quiza mejor, podia decir que estaba buscando a un amigo. ?El viejo Duval? Le habia dicho que trabajaba alli. Pero, bueno, ?que veria? ?A unos cuantos hombres en una oficina? ?Y que? Maldita sea, ?por que tenia que llover? Una mujer que habia pasado por delante hacia unos minutos regresaba ahora con una malla llena de patatas y lo miro con recelo.

Bueno, a hacer punetas: o subia o volvia a la oficina. Pero tenia que hacer algo. Se acerco al edificio despacio y se detuvo en seco cuando vio llegar al cartero, cojeando, la pesada cartera de cuero colgando en el costado. Paro, delante del 62, miro la cartera y entro en el edificio. Salio en menos de un minuto y se dirigio al numero 60.

Weisz espero a que llegara al final de la calle, respiro hondo y se acerco a la puerta del 62; la abrio de golpe y entro. Por un instante se quedo quieto, el corazon desbocado, pero el vestibulo estaba tranquilo y silencioso. «Diles que vienes a buscar al viejo Duval -se dijo- y no levantes sospechas.» Subio deprisa las escaleras y en el rellano se paro a escuchar de nuevo. A; continuacion, recordando la descripcion de Elena,: giro a la izquierda. La puerta que habia al fondo tenia una tarjeta de visita clavada bajo un «1.° B» estarcido. «Agence Photo-Mondiale.»; Weisz conto hasta diez y alzo la mano para llamar, pero vacilo. Dentro se oyo un telefono, un doble pitido mas bien quedo. Espero a que lo cogieran, pero solo oyo un segundo tono, un tercero y un cuarto, seguido del silencio. «?No hay nadie!» Weisz llamo dos veces a la puerta -el sonido retumbo, en el pasillo vacio- y espero a oir pasos. «No, no hay nadie.» Con cautela, probo el pomo, pero la puerta estaba cerrada. «?Salvado!» Dio media vuelta y echo a andar a buen paso hacia el otro extremo del pasillo.

Bajo la escalera a toda velocidad, ansioso por alcanzar la seguridad de la calle, pero justo cuando llego a la puerta, los sobres que salian de los buzones de madera llamaron su atencion. El que ponia «1.° B» tenia cuatro. Sin perder de vista la puerta, listo para devolverlos a su sitio en un segundo si aquella se movia un milimetro, echo una ojeada. El primero era una factura de la compania electrica. El segundo venia de la sucursal de Marsella del Banque des Pays de l'Europe Centrale. En el tercero leyo una direccion escrita a maquina en un sobre color manila con un sello de un pais lejano: «Jugoslavija, 4 dinars» y la imagen en tonos azules de una campesina con un panuelo, las manos en las caderas, mirando con seriedad un rio. El matasellos, primero en cirilico, luego en caracteres latinos, decia «Zagreb». La cuarta carta era personal, escrita a lapiz en un sobre pequeno y barato y dirigida a «J. Hravka», con las senas del remitente, «I. Hravka», tambien en Zagreb. Con un ojo en la puerta, Weisz metio la mano en el bolsillo, saco lapiz y papel y copio las dos direcciones de Zagreb. Del banco frances para los paises de Europa central se acordaria.

Cuando se dirigia al metro deprisa y corriendo, Weisz se sentia nervioso y euforico. Habia funcionado, Salamone tenia razon. «Zagreb -penso-, Croacia.»

Claro.

SOLDADOS DE LA LIBERTAD

5 de junio de 1939.

Carlo Weisz contemplaba la primavera de Paris por la ventana de su oficina: los castanos y los tilos con sus hojas de vivos colores retonando, las mujeres con los vestidos de algodon, el intenso azul del cielo, las nubes coronando la ciudad. Entretanto, segun los tristes papeles que se amontonaban en su bandeja de asuntos pendientes, tambien era primavera para los diplomaticos: los pretendientes franceses y britanicos requebraban a la doncella sovietica en el bosque encantado, pero ella reia tontamente y salia corriendo. Hacia Alemania.

Y asi pasaba la vida -para siempre, se le antojaba a Weisz- hasta que el tedioso redoble de conferencia y tratado se vio interrumpido, de repente, por una verdadera tragedia. Ese dia llego la noticia del SS St. Louis, que habia zarpado de Hamburgo con novecientos treinta y seis judios alemanes que huian del Reich, pero no encontraba puerto. Al prohibirseles desembarcar en Cuba, los refugiados apelaron al presidente Roosevelt, que en un principio dijo si y despues lo siento. En Norteamerica las fuerzas politicas se oponian rotundamente a la inmigracion judia, asi que, el dia anterior, se emitio un comunicado definitivo: St. Louis, que aguardaba en el mar entre Cuba y Florida, no le seria permitido atracar, Tendria que

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