– Saben que esta aqui -dijo Weisz.
– Bueno, imagino que si. Al otro lado del rio lo saben. Lo unico que tienen que hacer es venir aqui a saludarme.
Enarco una ceja. Pasara lo que pasase, era bueno en lo suyo.
– La signora McGrath enviara su articulo a Chicago.
– Chicago, si, ya se, White Socks, Young Bears, estupendo.
– Adios -se despidio Weisz.
Se estrecharon la mano. Habia una mano fuerte enfundada en aquel guante, penso Weisz.
Alguien del otro lado del rio disparo al coche cuando este avanzaba por la carretera del cerro, y una bala atraveso la puerta trasera y salio por el techo. Weisz podia ver un jiron de cielo por el orificio. Navarro solto un juramento y piso a fondo el acelerador: el coche gano velocidad y, debido a los baches y las irregularidades de la carretera, pegaba fuertes botes y se estampaba contra el firme, aplastando las viejas ballestas y metiendo un ruido espantoso. Weisz se vio obligado a mantener la mandibula bien cerrada para no romperse un diente. Navarro, por su parte, le pidio a Dios en un susurro que tuviera compasion de los neumaticos y luego, a los pocos minutos, aminoro la velocidad. McGrath, que ocupaba el asiento del copiloto, se volvio e introdujo un dedo en el agujero de bala. Despues de calcular la distancia que habia entre Weisz y la trayectoria del proyectil, dijo: «?Carlo? ?Estas bien?» El fragor del combate que se libraba mas adelante cobro intensidad, pero ellos no llegaron a verlo. En el cielo, por el norte, aparecieron dos aviones, Henschels Hs-123 de los alemanes, segun Navarro. Dejaron caer bombas sobre las posiciones republicanas en el Segre y a continuacion se lanzaron en picado y ametrallaron la ribera este del rio.
Navarro salio de la carretera y paro el coche bajo un arbol, toda la proteccion que pudo encontrar.
– Acabaran con nosotros -afirmo-. No tiene sentido ir, a menos que quieran ver lo que les ha ocurrido a los hombres apostados junto al rio.
Weisz y McGrath no tenian necesidad, ya lo habian visto muchas veces.
Asi pues, a Castelldans.
Navarro hizo girar el coche, regreso a la carretera y puso rumbo al este, hacia la localidad de Mayals. Durante un rato la calzada permanecio desierta, mientras salvaban una larga pendiente a traves de un robledal. Despues salieron a una meseta y enfilaron un camino de tierra que pasaba entre pueblos.
El cielo estaba encapotado: unas nubes bajas y grises se cernian sobre un monte pelado por el que serpenteaba la carretera. Se encontraron con una lenta columna que se extendia hasta mas alla del horizonte. Un ejercito batiendose en retirada, kilometros de ejercito, interrumpido unicamente por algun que otro carro tirado por mulas que llevaba a los que no podian caminar. Aqui y alla, entre los abatidos soldados, se veian refugiados, algunos con carretas arrastradas por bueyes, cargadas hasta los topes de baules y colchones, el perro en lo alto, junto a ancianos o mujeres con ninos.
Navarro apago el motor. Weisz y McGrath se bajaron y permanecieron al lado del coche. Con el viento implacable que soplaba de las montanas no se oia nada. McGrath se quito las gafas y limpio los cristales con el faldon de la camisa, frunciendo el ceno mientras observaba la columna.
– Santo cielo.
– Ya lo has visto antes -apunto Weisz.
– Ya lo he visto, si.
Navarro extendio un mapa en el capo.
– Si retrocedemos unos kilometros -explico-, podemos rodearla.
– ?Adonde lleva esta carretera? -quiso saber McGrath.
– A Barcelona -contesto Navarro-. A la costa.
Weisz echo mano de la libreta y el lapiz. «A ultima hora de la manana el cielo estaba encapotado, unas nubes bajas y grises se cernian sobre una meseta y una carretera de tierra que serpenteaba por ella, hacia el este, hacia Barcelona.»
Al censor, en Castelldans, no le gusto. Era un oficial, alto y delgado, con rostro de asceta. Se hallaba sentado a una mesa en la trasera de lo que habia sido la estafeta de Correos, no muy lejos del equipo de radiotelegrafia y del empleado que lo manejaba.
– ?Por que hace esto? -inquirio. Su ingles era preciso, habia sido profesor-. ?Es que no puede decir «rectificacion de lineas»?
– Batiendose en retirada -insistio Weisz-. Es lo que he visto.
– Eso no nos es de mucha ayuda.
– Lo se -convino Weisz-. Pero es asi.
El oficial releyo el articulo, unas cuantas paginas escritas a lapiz con letra de molde.
– Su ingles es muy bueno -observo.
– Gracias, senor.
– Digame, senor Weisz, ?por que no se limita a escribir sobre nuestros voluntarios italianos y el coronel? La columna de la que habla ha sido sustituida, las posiciones del Segre aun se mantienen.
– La columna forma parte de la noticia. Hay que informar sobre ella.
El oficial se la devolvio y le hizo un movimiento afirmativo con la cabeza al empleado, que aguardaba.
– Envielo tal como esta -le dijo a Weisz-. Y alla usted con su conciencia.
26 de diciembre. Weisz se puso comodo en el lujoso y desvaido asiento del compartimento de primera mientras el tren dejaba atras, entre resoplidos, las afueras de Barcelona. En unas horas estarian en el paso fronterizo de Portbou, luego en Francia. Weisz tenia asiento de ventanilla, frente a un nino pensativo, que iba con sus padres. El progenitor era un hombrecillo atildado que vestia un traje oscuro, con una leontina de oro que le cruzaba el chaleco. Al lado de Weisz, la hija mayor, que lucia una alianza, aunque al marido no se le veia por ninguna parte, y una mujer entrada en carnes de cabello cano, tal vez una tia. Una familia taciturna, palida, angustiada, que abandonaba su hogar probablemente para siempre.
Al parecer el hombrecillo habia sido fiel a sus principios: o era un republicano acerrimo o bien un funcionario de poca categoria. Tenia toda la pinta de esto ultimo. Pero ahora debia marcharse mientras pudiera; la huida habia empezado y lo que le esperaba en Francia era, si tenia mala suerte, un campo de refugiados, barracones, alambradas o, si la mala suerte le seguia acompanando, la pobreza mas absoluta. Para combatir el mareo, la madre tenia una bolsa de papel arrugada y, de vez en cuando, le daba a cada uno de los miembros de la familia un poco de limon: las estrecheces habian comenzado.
En el compartimento del otro lado del pasillo Weisz vio a Boutillon, del diario comunista
El oficial espanol tenia razon en lo de su ingles: era bueno. Al terminar la ensenanza secundaria en un colegio privado de Trieste habia pasado a la Scuola Normale -fundada por Napoleon a imagen y semejanza de la Ecole Normale de Paris y, en gran medida, cuna de primeros ministros y filosofos- de la Universidad de Pisa, probablemente la universidad mas prestigiosa de Italia. Estudio Economia Politica, La Scuola Normale no fue eleccion suya, sino mas bien algo dispuesto desde que nacio por el Herr Doktor Professor Helmut Weisz, ilustre etnologo y padre de Weisz, por ese orden. Y despues, tal como estaba previsto, ingreso en la Universidad de Oxford -de nuevo para estudiar Economia Politica-, donde aguanto dos anos, momento en el cual su tutor, un hombre tremendamente amable y benevolo, sugirio que su destino intelectual se hallaba en otra parte. No es que Weisz no fuera capaz de lograrlo -ser profesor-, sino que,
Y, gracias a los extranos y maravillosos avatares de la vida, esto acabo siendo su tabla de salvacion. De vuelta en Trieste, que en 1919 habia dejado de ser austro-hungara para ser italiana, se pasaba los dias en los cafes con los amigos. Nada de catedraticos, sino muchachos desalinados, listos, rebeldes: un aspirante a novelista; un aspirante a actor; dos o tres «no se, me da igual, no me fastidies»; un aspirante a buscador de oro en el