Weisz no habia estado alli antes, pero se sentia en casa.

Creia estar solo, a excepcion de unos cuantos gatos callejeros, pero se dio cuenta de que no era asi: habia un Fiat aparcado delante de un escaparate con la persiana echada, y una joven que ocupaba el asiento del pasajero lo observaba. Cuando sus miradas se cruzaron, ella le hizo una senal. Acto seguido el coche se alejo lentamente, pegando sacudidas por el adoquinado muelle. Al poco las campanas de las iglesias empezaron a sonar, unas cerca, otras mas lejos. Era medianoche, y Weisz salio en busca de la via Corvino.

Los vicoli, asi era como llamaban los genoveses al barrio que quedaba tras el muelle, los callejones. Todos ellos vetustos -los comerciantes aventureros llevaban haciendose a la mar desde alli desde el siglo xiii-, estrechos y empinados. Subian colina arriba, se tornaban caminos rodeados de altos muros cubiertos de hiedra, se convertian en puentes, en calles cinceladas de escalones, de cuando en cuando una pequena estatua de un santo en una hornacina para que los que se habian perdido pudiesen rezar pidiendo orientacion. Y Carlo Weisz completamente perdido. Llegado a un punto en que se sentia profundamente desanimado, se limito a sentarse en un portal y encender un Nazionale, gracias a Kolb, que habia metido en la maleta unos cuantos paquetes de aquellos cigarrillos italianos. Apoyado en la puerta, levanto la vista. Bajo un cielo sin estrellas, un edificio de apartamentos se cernia sobre la calle, las ventanas abiertas a la noche de jimio. De una de ellas escapaba el monotono soniquete de unos ronquidos largos y lugubres. Cuando se termino el pitillo y se levanto, se echo la chaqueta al hombro y emprendio de nuevo la busqueda. Seguiria hasta que amaneciera, decidio, y luego desistiria y volveria a Francia, un episodio marginal en la historia del espionaje.

Cuando subia penosamente una calleja, sudando por el calido aire nocturno, oyo unos pasos que se aproximaban, que doblaban la esquina frente a el. Dos policias. No habia donde esconderse, asi que se obligo a recordar que ahora se llamaba Carlo Marino mientras sus dedos se cercioraban sin querer de la presencia del pasaporte en el bolsillo de atras.

– Buenas tardes -saludo uno-. ?Esta perdido?

Weisz admitio estarlo.

– ?Adonde va?

– A la via Corvino.

– Uf, es complicado, pero baje esta calle, tuerza a la izquierda, suba la pendiente, cruce el puente y gire de nuevo a la izquierda. Siga la curva en todo momento y llegara, busque el letrero, unas letras esculpidas en la piedra en lo alto, en la esquina.

– Grazie.

– Prego.

Justo entonces, cuando el policia hacia ademan de marcharse, algo llamo su atencion: Weisz lo vio en sus ojos. ?Quien es usted? Vacilo, se llevo la mano a la visera de la gorra, el saludo de cortesia, y, seguido de su companero, se alejo calle abajo.

Obedeciendo sus indicaciones -mucho mejores que las que el habia memorizado o creia haber memorizado-, Weisz dio con la calle y el bloque de apartamentos. Y la gran llave, como le prometieron, se hallaba en un recoveco de la entrada. Subio tres tramos de escalera de marmol, los pasos resonando en la oscuridad, y sobre la tercera puerta de la derecha encontro la llave del apartamento. La introdujo en la cerradura, entro y espero. Un profundo silencio. Prendio el mechero, vio una lampara en la mesa del recibidor y la encendio. La lampara tenia una pantalla anticuada, de saten, con borlas, un estilo que encajaba con el resto del apartamento: muebles aparatosos tapizados de terciopelo desvaido, colgaduras de color crema amarilleadas por los anos, grietas repintadas en las paredes. ?Quien vivia alli? ?Quien habia vivido alli? Brown dijo que el piso estaba «vacio», pero era mas que eso. En el aire estancado del lugar flotaba una quietud incomoda, una ausencia. En una alta estanteria, tres huecos: asi que se habian llevado los libros. Y marcas palidas en las paredes, en su dia ocupadas por cuadros. ?Vendidos? ?Serian fuorusciti, gente que habia huido? ?A Francia? ?A Brasil? ?A Norteamerica? ?O habrian ido a la carcel? ?O al cementerio?

Tenia sed. En una de las paredes de la cocina, un telefono antiguo. Levanto el auricular, pero solo oyo silencio. Cogio una taza de un armario atestado de porcelana de buena calidad y abrio el grifo. Nada. Espero, y cuando iba a cerrarlo oyo un siseo, un traqueteo y, a los pocos segundos, un chorrito de agua herrumbrosa salpico el fregadero. Lleno la taza, dejo que las impurezas se asentaran en el fondo y bebio un sorbo. El agua tenia un sabor metalico, pero se la bebio de todas formas. Sin soltar la taza, se dirigio a la parte posterior del apartamento, al dormitorio mas amplio, donde, sobre un colchon de plumas, habian extendido con sumo cuidado un cubrecama de felpa. Se quito la ropa, se metio bajo el cubrecama y, exhausto por la tension, por el viaje, por el regreso del exilio, se quedo dormido.

Por la manana salio a buscar un telefono. El sol se abria paso por las callejas, en los alfeizares de las ventanas se veian canarios enjaulados, sonaban las radios y en las placitas la gente era como el la recordaba. La sombra de Berlin no habia llegado alli. Aun. Tal vez hubiese algun cartel mas pegado en las paredes, burlandose de los franceses y los britanicos. En uno de ellos, el ufano John Bull y la altanera Marianne avanzaban juntos en un carro cuyas ruedas aplastaban a los pobres italianos. Y cuando se detuvo para echar un vistazo al escaparate de una libreria, se descubrio contemplando el desconcertante calendario fascista, revisado por Mussolini para que diera comienzo con su ascension al poder en 1922, de forma que estaban a 23 de giugno, anno XVII. Pero luego se percato de que el dueno de la libreria habia decidido exhibir aquella memez en el escaparate al lado de la autobiografia de Mussolini, un indicativo, a ojos de Weisz, de la tenacidad del caracter nacional. Recordo al senor Lane, divertido y perplejo, a su manera aristocratica, ante la idea de que en Italia pudiera reinar el fascismo.

Weisz encontro una cafeteria concurrida. Tomo cafe, leyo el periodico -casi todo deportes, actrices, una ceremonia de inauguracion de una nueva planta depuradora- y uso el telefono publico que habia junto al servicio. El numero de Matteo en Il Secolo estuvo sonando mucho tiempo. Cuando por fin lo cogieron, Weisz oyo de fondo un ruido de maquinaria, de prensas funcionando, y el hombre al otro lado de la linea se vio obligado a gritar.

– Pronto?

– ?Esta Matteo?

– ?Que?

Weisz probo de nuevo, esta vez mas alto. En el cafe, un camarero lo miro.

– Un minuto. No cuelgue.

Al cabo una voz:

– ?Si? ?Quien es?

– Un amigo de Paris. Del periodico.

– ?Que? ?De donde?

– Soy amigo de Arturo Salamone.

– Ah. No deberia llamar aqui, ?sabe? ?Donde esta?

– En Genova. ?Donde podemos vernos?

– Tendra que ser por la tarde.

– He dicho donde.

Matteo se paro a pensar un momento.

– En la via Caffaro hay un bar, se llama Enoteca Carenna. Esta… esta abarrotado.

– ?A las siete?

– Mejor mas tarde. Usted espereme. Leyendo una revista, la Illustrazione, asi lo reconocere. -Se referia a la Illustrazione Italiana, la version italiana de la revista Life.

– Hasta luego entonces.

Weisz colgo, pero no volvio a su mesa. Desde Paris no podia llamar a su familia, pues era sabido que las lineas internacionales estaban pinchadas, y la regla para los emigrados era: «No lo intentes, meteras a tu familia en un lio.» Pero ahora si que podia. Para efectuar una llamada fuera de Genova habia que recurrir a una operadora, y cuando esta respondio, Weisz le dio el numero de Trieste. Oyo el telefono sonar una y otra vez.

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