suspenso; todos los ojos se vuelven hacia el sin la menor simpatia. ?Cuantos son los que buscan justicia, cuantos tienen una historia que contar!
Es casi mediodia. No soporta la idea de volver a su cuarto. Camina hacia el este por la calle Sadovaya. El cielo esta bajo, gris, y sopla un aire frio; hay placas de hielo en algunos sitios, y las aceras estan resbaladizas. Un dia lugubre, un dia para caminar a duras penas, con la cabeza gacha. Sin embargo, no puede detenerse, y los ojos se le mueven incansables de una figura que pasa a la siguiente, en busca de la inclinacion de unos hombros, de una manera de andar que pudieran pertenecer a su hijo perdido. Por sus andares le podra reconocer: primero los andares, luego el perfil.
Intenta recordar con precision la cara de Pavel, pero la cara que en cambio se le aparece, la cara que se le presenta con una sorprendente viveza, es la de un joven de cejas espesas y barba rala, de labios delgados y prietos. Es la cara de un joven que estuvo sentado detras de Bakunin en la platea del Congreso por la Paz de hace dos anos. Tiene la piel estropeada por cicatrices que resaltan mas lividas debido al frio. «?Marchate!», dice intentando apartar de si esa imagen. Pero la imagen no cede. «?Pavel!», susurra, invocando en vano a su hijo.
6 Anna Sergeyevna
No habia estado antes en la tienda. Es mas pequena de lo que habia imaginado, oscura y de techos bajos, en parte por debajo del nivel de la calle. YAKOVLEV COMESTIBLES Y VERDURAS, reza el rotulo. Tintinea una campanilla cuando abre la puerta. Le cuesta un rato adaptar su mirada a la penumbra.
Es el unico cliente. Tras el mostrador ve a un anciano con un delantal blanco y sucio. Finge examinar las existencias: sacos abiertos de alforfones, harina, alubias pintas, alfalfa para caballos. Luego se aproxima al mostrador.
– Un poco de azucar, por favor -dice.
– ?Eh? -dice el anciano carraspeando. Por las lentes que lleva, sus ojos parecen pequenos como dos botones.
– Querria un poco de azucar.
Ella sale de una puerta acortinada que hay al fondo de la tienda. Si le sorprende encontrarlo alli, no lo demuestra.
– Yo atendere al cliente, Avram Davidovich dice con calma, y el anciano se aparta a un lado.
– ?Azucar? -esboza una remotisima sonrisa en los labios.
– Si, cinco kopeks.
Con destreza, dobla una hoja de papel y le da forma de cucurucho, cierra el fondo de un pellizco y vierte el azucar a cucharadas; lo pesa y cierra el cucurucho. Tiene manos agiles.
– Acabo de estar en la comisaria. Intente que me devolviesen los papeles de Pavel.
– ?Si?
– Han surgido complicaciones que no habia previsto.
– Ya los recuperara a su debido tiempo. Todo lleva su tiempo.
Aunque no hay causa que lo explique, lee en este comentario un doble sentido. Si el anciano no estuviese remoloneando detras de ella, se acercaria mas al mostrador para tomarla de la mano.
– ?Cuanto es…?
Son cinco kopeks.
Al tomar el cucurucho, deja que sus dedos rocen los de ella.
– Me ha alegrado el dia le susurra tan quedo que quiza ella no lo oye. Hace una inclinacion, y otra hacia Avram Davidovich.
?Son imaginaciones suyas, o ha visto antes en algun lugar al hombre de la pelliza de piel de cordero, al hombre de la gorra calada que, despues de haberse detenido al otro lado de la calle a ver como unos obreros descargaban ladrillos de una carreta, se vuelve ahora igual que el en direccion hacia la calle Svechnoi?
Y el azucar. ?Por que pidio azucar, entre todas las cosas que podia haber pedido?
Escribe una nota dirigida a Apollon Maykov.
«Me encuentro en Petersburgo y he visitado la tumba», escribe. «Gracias por haberse hecho cargo de todo. Gracias tambien por la gran amabilidad que tuvo con P. a lo largo de los anos. Estoy eternamente en deuda con usted.» Firma la nota con una
Seria facil acordar un encuentro discreto, pero no desea poner en un compromiso a su viejo amigo. Maykov, generoso siempre, lo entendera de sobra, se dice: estoy de luto, y las personas de luto rehusan la compania de los demas.
Es una buena disculpa, pero es mentira. No esta de luto. Ni siquiera se ha despedido de su hijo, pues aun no ha renunciado a su hijo. Muy al contrario, quiere que su hijo regrese a la vida.
Escribe a su esposa: «Aun esta en su habitacion. Tiene miedo. Ha perdido su derecho a estar en el mundo, pero el otro mundo es frio, es tan frio como los espacios que separan las estrellas, y alli no se es bien recibido». Tan pronto concluye la carta, la rompe. Carece de sentido; es ademas una traicion hacia lo que queda entre su hijo y el.
Su hijo esta dentro de el, un nino muerto en una caja de hierro, en la tierra helada. No sabe como resucitar a ese nino, o bien -al final, da lo mismo- carece de voluntad para hacerlo. Esta paralizado. Incluso cuando camina por la calle se considera paralizado. Todos los gestos que hace con las manos tienen la lentitud de un hombre congelado. No tiene voluntad; mejor dicho, su voluntad se ha solidificado, como una piedra que ejerce todo su peso sordo para arrastrarlo a la inmovilidad y al silencio.
Sabe que es la pena. Esto no es pena. Esto es la muerte, una muerte que llega antes de estar en sazon, que llega no para abrumarlo y devorarlo, sino que llega simplemente para estar con el. Es como un perro que hubiese venido para quedarse a vivir con el, un perro grande y gris, ciego y sordo, y estupido, inconmovible. Cuando duerme, el perro duerme; cuando despierta, el perro despierta; cuando sale de la casa, el perro se arrastra tras el.
Sigue pensando con pereza, pero tambien con insistencia, en Anna Sergeyevna. Cuando piensa en ella, piensa en agiles dedos que cuentan monedas. Las monedas, las puntadas con que cose, ?que representan?
Se acuerda de una joven campesina que vio una vez a la puerta del convento de Santa Ana, en Tver. Estaba sentada con un bebe muerto en brazos, apartando de si a las personas que intentaban arrebatarle el minusculo cadaver, sonriendo beatificamente, sonriendo de hecho igual que santa Ana.
Son recuerdos como hilachas de humo. Una valla de juncos en mitad de ninguna parte, gris y quebradiza, y la hilacha de una figura que se cuela entre los juncos, plana, ingravida, la figura de un muchacho de blanco. Una aldea en la estepa, un arroyo y dos o tres arboles, una vaca con la esquila al cuello, el humo que asciende al cielo. La espalda del mas alla, el fin del mundo. Un muchacho que va y viene entre los juncos, de un lado a otro, en una metamorfosis suspendida, una figura expiatoria.
Son visiones que vienen y van, veloces, efimeras. No tiene dominio de si mismo. Con cuidado, aparta el papel y la pluma al extremo mas alejado de la mesa y se sujeta la cabeza entre las manos. Si voy a desmayarme, piensa, que sea por lo menos estando en mi puesto.
Otra vision. Junto a un pozo, una figura que le acerca a los labios un cuenco de agua; el es un viajero a punto de partir; sobre el brocal, los ojos ya estan abstraidos, ya estan en otra parte. El roce de una mano contra una mano. El carino de ese tacto. «?Adios, viejo amigo!» Y se va.
?Por que esta persecucion lenta y pesada, campo a traviesa, en pos del rumor de un fantasma, del fantasma de un rumor?
Porque yo soy el. Porque el es yo. Hay ahi algo que pretendo aferrar: el momento previo a la extincion, cuando la sangre aun fluye, el corazon todavia late. El corazon, ese buey fiel que da vueltas a la piedra del molino, que levanta no tanto una mirada a hurtadillas, una mirada de desconcierto cuando el hacha esta alzada en el punto mas alto, pero acepta el golpe y se dobla sobre las patas y expira. No es el olvido final, sino el momento anterior, el momento en que llego jadeando a ti, ante el brocal del pozo, y nos miramos el uno al otro por ultima vez, a sabiendas de que estamos vivos, compartiendo esta vida, nuestra unica vida. Todo lo que me queda por