manos. No habian logrado detener las hemorragias. Sima habia fallecido. Nunca desperto. Si queriamos hablar con alguien, podia solicitar los servicios del psicologo del hospital.

Entramos juntos para verla. Ya le habian quitado los tubos y el zumbido de las maquinas habia cesado. Ya empezaba a apreciarse en su rostro ese color amarillento que otorga a los recien fallecidos el aspecto de una figura de cera. No recordaba a cuantas personas muertas habia visto en mi vida. He visto morir a gente, he participado en reconocimientos forenses, he sostenido en mis manos los cerebros de los muertos. Pese a todo, fui yo quien rompio a llorar, en tanto que Agnes enmudecia de dolor. Me agarro el brazo con la mano, note lo fuerte que era y desee que nunca me soltase.

Yo queria quedarme, pero Agnes me pidio que volviese a casa. Ella se encargaria de Sima, yo ya habia hecho cuanto habia podido y me lo agradecia, pero queria estar sola. Me acompano hasta el taxi que aguardaba a la salida. Hacia una hermosa manana, aun algo fresca. En un seto que habia junto a la rampa de acceso a urgencias crecian los tusilagos.

«El momento del tusilago», me dije. Aquel era ese momento, aquella manana en la que Sima yacia muerta alli dentro. Por un instante, relucio como un rubi. Y ahora era como si nunca hubiera existido.

Lo unico que me asusta de la muerte es su gran indiferencia.

– La espada -recorde de pronto-. Y tambien tenia una maleta. ?Que hago con ellas?

– Ya te llamare -respondio Agnes-. No puedo precisar cuando, pero ya se donde estas.

La vi entrar al hospital. Un triste angel de un solo brazo que habia perdido uno de sus malogrados y extraordinarios hijos.

Entre en el taxi y le di la direccion al taxista. El hombre me miraba con suspicacia. Comprendi que mi aspecto era, cuando menos, sospechoso. La ropa arrugada, las botas recortadas con unas tijeras, ojeroso y sin afeitar.

– Solemos cobrar un anticipo cuando se trata de carreras de muchos kilometros -aseguro el taxista-. Hemos tenido malas experiencias.

Me tantee la chaqueta y me di cuenta de que ni siquiera llevaba la cartera. Asi que me incline hacia el taxista y le dije:

– Mi hija acaba de morir. Quiero irme a casa. Te pagare, puedes estar seguro. Quiero que conduzcas despacio y con precaucion.

Rompi a llorar. El hombre no dijo nada mas y se mantuvo en silencio hasta que llegamos al puerto. Eran las diez y soplaba una leve brisa que apenas si rizaba el agua en la darsena. Le pedi al taxista que se detuviese ante la caseta roja de la guardia costera. Hans Lundman habia visto llegar el taxi y aparecio por la puerta. Por la expresion de mi rostro, supo que habia terminado mal.

– Ha muerto -le dije-. Hemorragias internas. Inesperadamente. Creiamos que iba a salvarse… Necesito que me prestes mil coronas para pagar el taxi.

– Lo pagare con mi tarjeta -dijo Hans antes de encaminarse al taxi.

Habia terminado su turno hacia varias horas y comprendi que se habia quedado para verme cuando yo volviera. Hans Lundman vivia en una de las islas del sur del archipielago.

– Te llevo -me dijo.

– No tengo dinero en casa -le confese-. Pido los reintegros a traves de Jansson.

– ?Y a quien le importa ahora el dinero? -me respondio.

Estar en alta mar me infunde siempre un gran sosiego. La embarcacion de Hans Lundman era un viejo pesquero reconstruido que hendia las olas despacio. Hans podia tener prisa en el trabajo, de vez en cuando; pero nunca fuera del trabajo.

Atracamos en el embarcadero. El sol apretaba y hacia calor. Habia llegado la primavera. Pero era como si eso no fuese cosa mia. Yo me encontraba al otro lado de la valla invisible de creciente verdor.

– En la bahia de Suckarna hay un bote amarrado -le dije-. Es robado.

Hans comprendio.

– Manana iremos a buscarlo -respondio-. Patrullare por alli casualmente. No sabemos quien es el ladron.

Nos estrechamos la mano.

– No deberia haber muerto -declare de pronto.

– No -convino Hans Lundman-. No deberia.

Me quede en el embarcadero viendo como viraba para salir de la bahia. Alzo la mano para despedirse antes de desaparecer de mi vista.

Me sente en el banco. Y tarde bastante en subir la pendiente hacia mi casa, cuya puerta estaba abierta de par en par.

3

Los robles florecian tardios este ano.

Anote en el diario que el gran roble que se erguia entre el cobertizo y lo que fue en su dia el gallinero de mis abuelos no empezo a verdear hasta el 25 de mayo. El inmenso robledal que se extendia al norte de la isla junto al golfo incomprensiblemente llamado Tratan, [8] habia empezado a echar hojas varios dias antes.

Se dice que fue la Corona quien, a principios del siglo XIX, planto los robles en las islas para obtener madera con la que construir los buques de guerra que se fabricaban en Karlskrona. En una ocasion, cuando yo era nino, cayo un rayo en el robledal. Recuerdo que mi abuelo sego los restos del tronco. Aquel arbol habia echado raices y habia empezado a crecer ya en 1802. En tiempos de Napoleon, me conto mi abuelo. Yo entonces no sabia quien era Napoleon, pero comprendi que hacia mucho, mucho tiempo. Los anillos lenosos de aquel arbol me han acompanado desde entonces, durante toda mi vida. Beethoven vivio cuando el roble aun era un planton. Cuando mi padre nacio, se habia convertido en un gran arbol.

El verano llego, como suele suceder en las islas, en varias oleadas. Y nunca podia uno estar seguro de cuando habia venido para quedarse. Pero yo no lo note mucho, salvo por las breves anotaciones que me obligaba a escribir a diario. La sensacion de soledad disminuia por lo general cuando hacia mas calor. Pero aquel ano no fue asi. Pasaba los dias sentado junto a mi hormiguero, la acerada espada de Sima y su maleta medio vacia.

Por aquella epoca, hablaba con Agnes por telefono bastante a menudo. Me conto que el funeral se habia celebrado en la iglesia de Mogata. A excepcion de Agnes y las dos muchachas que vivian con ella y a las que yo habia conocido, Miranda y Aida, tan solo asistio un hombre muy anciano que aseguraba ser pariente lejano de Sima. El hombre habia llegado en taxi, Agnes temio que muriese alli mismo, tan fragil parecia. Nunca consiguio aclarar que tipo de parentesco tenia con la muchacha. Tal vez el hombre la confundiese con otra persona. Cuando le mostro la fotografia de Sima, no la reconocio del todo.

Pero ?que importaba?, decia Agnes. La iglesia deberia haber estado llena de gente para despedir a aquel joven ser humano que jamas tuvo la oportunidad de descubrir sus talentos ni de recorrer y aprender de un mundo que deberia haberla estado esperando con los brazos abiertos.

El ataud llevaba sobre la tapa un manojo de rosas rojas. Una mujer de la parroquia que llevaba consigo a un nino bastante inquieto y que se habia colocado en la galeria del coro entono unos salmos, Agnes pronuncio unas palabras, no sin antes haberle pedido al sacerdote que evitase hablar de un Dios omnisciente y misericordioso. Cuando supe que la tumba llevaria un numero por toda leyenda, me ofreci a pagar una lapida. Un dia, Jansson me trajo una carta de Agnes con la fotografia de la lapida que habian encargado. Figuraria el nombre de Sima y la fecha. En la parte superior, Agnes proponia tallar una rosa.

Esa misma noche la llame y le pregunte si no podrian tallar una espada de samurai en lugar de la rosa. Me comprendio y me dijo que ella tambien lo habia pensado.

– Pero creara polemica -vaticino-. Y no me veo con fuerzas para luchar por el derecho a tallar una espada en la lapida de Sima.

– ?Que quieres que haga con sus cosas? ?Con la espada y la maleta?

– ?Que llevaba en la maleta?

– Ropa interior. Unos pantalones, un jersey. Un desgastado mapa del Baltico y del golfo de Finlandia.

– Ire a buscarlo todo. Quiero ver tu casa. Y, ante todo, quiero ver la habitacion en la que Sima lloro la noche

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