Chevy del cincuenta y siete.

Como para recalcar sus palabras, apreto el acelerador a fondo y el viejo automovil parecio buscar en lo mas hondo de sus gastados organos una fuerza que no habia conocido en treinta anos. El grande y estruendoso cacharro todavia funcionaba. Adquirio velocidad, devorando kilometros en la carretera, y el zumbido regular de sus ocho cilindros indico que no se andaba con chiquitas.

Pitt concentraba toda su atencion en el volante y en estudiar la carretera, incluso desde dos o incluso tres revueltas de distancia. El Zil se aferraba tenazmente a la cortina de humo que salia del tubo de escape del Chevy. Pitt tomo a toda velocidad una serie de curvas cerradas, mientra subian a traves de montes boscosos. Estaba rodando al borde del desastre. Los frenos eran terribles y hacian poco mas que oler mal y echar humo cuando Pitt apretaba el pedal. Estaban gastados y el metal rozaba contra metal dentro de los tambores.

A ciento cuarenta kilometros por hora la traccion delantera producia balanceos espantosos. El volante temblaba en manos de Pitt. Los amortiguadores habian desaparecido hacia tiempo y el Chevy se inclinaba peligrosamente en las curvas, con los neumaticos chirriando como pavos salvajes.

Velikov estaba rigido como un palo, mirando fijamente hacia delante, sujetando el tirador de la portezuela con una mano de nudillos blancos, como dispuesto a saltar antes del inevitable accidente.

Jessie estaba francamente aterrorizada y cerraba los ojos mientras el coche patinaba y oscilaba furiosamente a lo largo de la carretera. Apretaba con fuerza las rodillas contra el respaldo del asiento delantero, para no ser lanzada de un lado a otro y mantener firme el fusil con que apuntaba a la cabeza de Velikov.

Si Pitt se daba cuenta de la considerable angustia que causaba a sus pasajeros, no daba senales de ello. Media hora era lo mas que podia esperar antes de que los vigilantes cubanos estableciesen contacto con sus superiores e informasen del secuestro del general sovietico. Un helicoptero seria la primera senal de que los militares cubanos se le echaban encima y preparaban una trampa. Cuando y a que distancia levantarian una barricada en la carretera eran cuestiones de pura conjetura. Un tanque o una pequena flota de coches blindados aparecerian de pronto detras de una curva cerrada, y el viaje habria terminado. Solamente la presencia de Velikov impediria una matanza.

El conductor del Zil no era inexperto. Ganaba terreno a Pitt en las curvas, pero lo perdia en las rectas cuando aceleraban el viejo Chevy. Por el rabillo del ojo vio Pitt un pequeno rotulo que indicaba que se estaban acercando a la ciudad portuaria de Cardenas. Empezaron a aparecer casas y pequenas tiendas a los lados de la carretera y aumento el trafico.

Miro el velocimetro. La oscilante aguja marcaba mas o menos ciento cincuenta kilometros. Aflojo la marcha hasta la mitad, manteniendo el Zil a distancia al serpentear entre el trafico tocando con fuerza el claxon. Un guardia hizo un futil intento de pararle junto a la acera cuando, inclinandose, dio la vuelta a la plaza de Colon y a una alta estatua de bronce del mismo personaje. Afortunadamente, las calles eran anchas y podia esquivar facilmente a los peatones y a otros vehiculos.

La ciudad estaba en las orillas de una bahia circular y poco profunda, y Pitt penso que, mientras tuviese el mar a su derecha, iria en direccion a La Habana. De alguna manera consiguio mantenerse en la calle principal y, antes de diez minutos, el coche salia volando de la ciudad y entraba de nuevo en el campo.

Durante la veloz carrera por las calles, el Zil habia acortado la distancia hasta cincuenta metros. Uno de los guardaespaldas se asomo a la ventanilla y disparo su pistola.

– Nos estan disparando -anuncio Jessie, en un tono indicador de que estaba emocionalmente agotada.

– No nos apunta a nosotros -replico Pitt-, sino a los neumaticos.

– Esta perdido -dijo Velikov. Eran las primeras palabras que pronunciaba en ochenta kilometros-. Rindase. No podra escapar.

– Me rendire cuando este muerto -dijo Pitt con desconcertante aplomo.

No era la respuesta que esperaba Velikov. Si todos los americanos eran como Pitt, penso, la Union Sovietica las pasaria moradas. Velikov se jactaba de su habilidad en manipular a los hombres, pero era evidente que no haria mella en este.

Saltaron sobre un hoyo de la carretera y cayeron pesadamente al otro lado. Se rompio el silenciador y el subito estruendo del tubo de escape fue sorprendente, casi ensordecedor, por su inesperada furia. Los ojos de los pasajeros empezaron a lagrimear a causa del humo, y el interior del coche se convirtio en una sauna al combinarse el calor del vapor con la humedad exterior. El suelo estaba tan caliente que parecia que iba a fundir las suelas de las botas de Pitt. Entre el ruido y el calor, tenia la impresion de que estaba trabajando horas extraordinarias en una sala de calderas.

El Chevy se estaba convirtiendo en una casa de locos mecanica. Los dientes de la transmision se habian gastado y chirriaban en protesta contra las extremadas revoluciones. Extranos ruidos como de golpes empezaron a sonar en las entranas del motor. Pero todavia le quedaba fuerza y, con su caracteristico zumbido grave, el Chevy siguio adelante casi como si supiese que seria este su ultimo viaje.

Pitt habia reducido cuidadosa y ligeramente la marcha y permitido que el conductor ruso se acercase a una distancia de tres coches. Hizo que el Chevy fuese de un lado a otro de la carretera para que el guardaespaldas no pudiese apuntar bien. Despues levanto un milimetro el pie del acelerador, hasta que el Zil estuvo a cinco metros del parachoques de atras del Chevrolet.

Entonces piso el pedal del freno.

El sargento que conducia el Zil era habil, pero no lo suficiente. Hizo girar el volante a la izquierda y casi logro su proposito. Pero no habia tiempo ni distancia suficientes. El Zil se estrello contra la parte de atras del Chevy con un chirrido metalico y un estallido de cristales, aplastando el radiador contra el motor, mientras la cola giraba en redondo en un movimiento de sacacorchos.

El Zil, totalmente fuera de control y convertido en tres toneladas de metal condenado a su propia destruccion, choco de refilon contra un arbol, salio despedido a traves de la carretera y se estrello contra un autobus averiado y vacio a una velocidad de ciento veinte kilometros por hora. Una llamarada de color naranja broto del coche mientras daba locas vueltas de campana durante mas de cien metros, antes de detenerse volcado sobre el techo, con las cuatro ruedas girando todavia. Los rusos estaban atrapados en su interior, sin posibilidad de escapar, y las llamas anaranjadas se transformaron en una espesa nube de humo negro.

El fiel y maltrecho Chevy corria aun a trompicones. Vapor y aceite brotaban de debajo del capo, la segunda marcha se habia roto con los frenos y el retorcido parachoques de atras se arrastraba por la carretera dejando una estela de chispas.

El humo atraeria a los que les estaban buscando. Se cerraba la red. En el proximo kilometro, en la proxima curva de la carretera, esta podria estar bloqueada. Pitt estaba seguro de que, en cualquier momento, apareceria un helicoptero sobre las copas de los arboles que flanqueaban la carretera. Habia llegado la hora de desprenderse del coche. Era insensato seguir jugando con la suerte. Como un bandido huyendo de sus perseguidores, tenia que cambiar de caballo.

Redujo la velocidad a sesenta al acercarse a las afueras de la ciudad de Matanzas. Descubrio una fabrica de abonos e introdujo el coche en la zona de aparcamiento. Deteniendo el moribundo Chevy al pie de un gran arbol, miro a su alrededor y, al no ver a nadie, paro el motor. Los chasquidos del metal recalentado y el silbido del vapor sustituyeron al ensordecedor estruendo del tubo de escape.

– ?Cual es ahora tu plan? -pregunto Jessie, que estaba recobrando su aplomo-. Porque espero que tendras otra carta en la manga.

– No hay picaro que me gane -dijo Pitt, con una sonrisa tranquilizadora-. Quedate aqui. Si nuestro amigo el general hace el menor movimiento, matale.

Camino por el aparcamiento. Era un dia laborable y estaba lleno de coches de los trabajadores. El hedor de la fabrica era nauseabundo y llenaba el aire a kilometros alrededor. Pitt se

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