Ira Hagen se apeo del avion y entro en la terminal del Aeropuerto Jose Marti. Se habia preparado para una discusion acalorada con los oficiales de inmigracion, pero estos echaron simplemente un vistazo a su pasaporte diplomatico y le dejaron pasar con un minimo de formalidades. Al dirigirse al lugar de recogida de equipajes, un hombre con un traje de algodon a rayas le detuvo.

– ?Senor Hagen?

– Si, soy Hagen.

– Tom Clark, jefe de la Seccion de Intereses Especiales. El propio Douglas Oates me informo de su llegada.

Hagen observo a Clark. El diplomatico era un hombre atletico de unos treinta y cinco anos, cara tostada por el sol, bigote a lo Errol Flynn, ralos cabellos rojos peinados hacia delante para ocultar las entradas, ojos azules y una nariz que habia sido rota mas de una vez. Sacudio calurosamente la mano de Hagen al menos siete veces.

– Supongo que no recibira a muchos americanos aqui -dijo Hagen.

– Muy pocos desde que el presidente Reagan dejo la isla fuera del alcance de los turistas y de los hombres de negocios.

– Presumo que le habran enterado de la razon de mi visita.

– Sera mejor que esperemos a hablar de esto en el coche -dijo Clark, senalando con la cabeza a una mujer gorda y vulgar que estaba sentada cerca de ellos, con una pequena maleta sobre la falda.

Hagen no necesito que se lo dijesen para reconocer a una vigilante con un micro disimulado que registraba todas sus palabras.

Al cabo de casi una hora, pudo hacerse Hagen al fin con su maleta y se dirigieron al coche de Clark, un sedan Lincoln con chofer. Llovia ligeramente, pero Clark traia un paraguas. El conductor coloco la maleta en el portaequipajes, y se dirigieron a la Embajada suiza, donde se albergaba la Seccion de Intereses Especiales de los Estados Unidos.

Hagen habia pasado la luna de miel en Cuba, varios anos antes de la revolucion, y se encontro con que La Habana era casi la misma que el recordaba. Los colores pastel de los edificios estucados de las avenidas flanqueadas de palmeras parecian algo desvaidos pero poco cambiados. Era un viaje nostalgico. En las calles circulaban numerosos automoviles de los anos cincuenta que le despertaban viejos recuerdos: Kaiser, Studebaker, Packard, Hudson e incluso un par de Edsel. Se mezclaban con los nuevos Fiat de Italia y Lada de Rusia.

La ciudad prosperaba, pero no con la pasion de los anos de Batista. Los mendigos, las prostitutas y los tugurios habian desaparecido, sustituidos por la austera pobreza que era marca de fabrica de todos los paises comunistas. El marxismo era una verruga en el recto de la humanidad, decidio Hage.

Se volvio a Clark.

– ?Cuanto tiempo lleva usted en el servicio diplomatico?

– Ninguno -respondio Clark-. Estoy en la compania.

– La CIA.

Clark asintio con la cabeza.

– Llamelo asi si lo prefiere.

– ?Por que ha dicho aquello sobre Douglas Oates?

– Para que lo oyese la persona que estaba escuchando en el aeropuerto. Quien me informo de su mision fue Martin Brogan.

– ?Que se ha hecho para encontrar y desactivar el ingenio?

Clark sonrio tristemente.

– Puede llamarlo la bomba. Sin duda una bomba pequena, pero lo bastante potente para arrasar la mitad de La Habana y provocar un incendio capaz de destruir todas las debiles casas y barracas de los suburbios. Y no, no la hemos encontrado. Tenemos un equipo secreto de veinte hombres registrando las zonas portuarias y los tres barcos en cuestion. Y no han encontrado nada. Igual podrian estar buscando una aguja en un pajar. Faltan menos de dieciocho horas para las ceremonias y el desfile. Se necesitaria un ejercito de dos mil investigadores para encontrar la bomba a tiempo. Y para empeorar las cosas, nuestra pequena tropa tiene que trabajar eludiendo las medidas de seguridad de los cubanos y los rusos. Tal como estan las cosas, tengo que decir que la explosion es inevitable.

– Si puedo llegar hasta Castro y darle el aviso del presidente…

– Castro no quiere hablar con nadie -dijo Clark-. Nuestros agentes de mas confianza en el Gobierno cubano, y tenemos cinco en encumbradas posiciones, no pueden establecer contacto con el. Lamento decirlo, pero la mision de usted es mas desesperada que la mia.

– ?Va a evacuar a su gente?

Se pinto una expresion de profunda tristeza en los ojos de Clark.

– No. Todos continuaremos aqui hasta el final.

Hagen guardo silencio mientras el coche salia del Malecon y cruzaba la entrada de lo que habia sido la Embajada de los Estados Unidos y estaba ahora ocupada oficialmente por los suizos. Dos guardias con uniforme suizo abrieron la alta verja de hierro.

De pronto, sin previo aviso, un taxi siguio a la limusina y cruzo la verja antes de que los sorprendidos guardias pudiesen reaccionar y cerrarla. El taxi no se habia parado aun cuando una mujer con uniforme de miliciano y un hombre vestido de harapos se apearon de el de un salto. Los guardias se recobraron rapidamente y se abalanzaron contra el desconocido, que adopto una posicion medio de boxeo y medio de judo. Se detuvieron, tratando de desenfundar sus pistolas. Aquel momento de indecision fue suficiente para que la mujer abriese la puerta de atras del Lincoln y subiese a el.

– ?Son americanos o suizos? -pregunto.

– Americanos -respondio Clark, tan pasmado por el repugnante olor que emanaba de ella como por su brusca aparicion-. ?Que es lo que quiere?

Su respuesta ftie totalmente inesperada. Empezo a reir histericamente.

– Americanos o suizos. Dios mio, debio parecer que iba a pedirles un queso.

Por fin desperto el chofer, salto del automovil y la agarro de la cintura.

– ?Espere! -ordeno Hagen, reparando en las contusiones de la cara de la mujer-. ?Que sucede?

– Soy americana -farfullo ella, recobrando un poco de su aplomo-. Me llamo Jessie LeBaron. Por favor, ayudenme.

– ?Santo Dios! -murmuro Hagen-. No sera la esposa de Raymond LeBaron.

– Si. Si, lo soy -Senalo freneticamente hacia la pelea que se habia entablado en el paseo de la Embajada-. Detenganles. El es Dirk Pitt, director de proyectos especiales de la AMSN.

– Yo cuidare de esto -dijo Clark.

Pero cuando pudo intervenir Clark, Pitt ya habia tumbado a uno de los guardias y estaba luchando con el otro. El taxista cubano saltaba desaforadamente, agitando los brazos y reclamando el importe de la carrera. Varios policias de paisano aumentaron la confusion, apareciendo de improviso en la calle delante de la verja cerrada y pidiendo que Pitt y Jessie les fuesen entregados. Clark hizo caso omiso de la policia, detuvo la pelea y pago al chofer. Despues condujo a Pitt al Lincoln.

– ?De donde diablos viene? -pregunto Hagen-. El presidente creia que estaba muerto o en la carcel…

– ?Dejemos ahora esto! -le interrumpio Clark-. Sera mejor que nos

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