de la escuela designado especialmente por el secretario Lu para participar en el entrenamiento de la milicia.

– El profesor ha venido de la capital, donde vive el Presidente Mao. ?Ha querido vivir duramente aqui y, ademas, es el hombre de nuestro secretario Lu! ?Venga, sientese aqui! -dijo Zhao, el jorobado.

Como era costumbre, las mujeres no participaban en el banquete. La mujer del jorobado se empleaba en las tareas de la cocina, mientras que Maomei, que apenas tenia dieciocho anos y recientemente habia sido ascendida a jefa de compania de la milicia, traia los platos y corria de un lado a otro. Estaban sentados a la mesa ocho invitados, el jolgorio duro desde la puesta del sol hasta medianoche. Una botella de alcohol llenaba justamente un tazon grande, y todos bebian un cucharon cada vez, igual cantidad e iguales oportunidades. Unas rondas despues, las botellas de alcohol se vaciaron una tras otra, tu explicaste enseguida que no aguantabas el alcohol tan bien como ellos y dejaste de beber cuando ya no pudiste mas.

– Es un honor que beba con nosotros un hombre honorable como usted, que viene de la capital. Nosotros solo somos una banda de pueblerinos; es algo excepcional que usted este aqui, ?traed comida para el profesor! -dijo Zhao. Y Maomei llego por detras de ti y te lleno tu tazon de arroz.

Todos tenian la cara como un tomate y hablaban sin parar, reian, bromeaban, pasaron de las gloriosas frases revolucionarias a hablar de mujeres, y acabaron diciendo cualquier cosa. Maomei se refugio en la cocina y no volvio a aparecer.

– ?Y la pequena Maomei? ?Donde se ha metido?

Los muchachos se desganitaban, con la cara rubicunda. La mujer de Zhao acabo interviniendo:

– ?Por que llamais a Maomei? ?No se os ocurra hacer tonterias con el pretexto de que habeis bebido demasiado! ?La pequena todavia es virgen!

– ?Aunque sea virgen, seguro que piensa en los chicos!

– Eh, ?esa carne no esta hecha para tu boca!

Todos alabaron entonces los meritos y las cualidades de la mujer de Zhao:

– ?Usted lleva su casa con la misma eficacia con que recibe a sus invitados, Lao Zhao es un hombre con suerte!

Los muchachos continuaron con el mismo tono jocoso.

– ?Quien no ha recibido favores de nuestra cunada?

– ?Cierra el pico!

La mujer de Zhao estaba encantada con esas bromas, se quito el delantal, puso los brazos en jarras y dijo:

– Sois unos cerdos, dejad de decir guarradas de una vez.

Las frases cada vez eran mas soeces, el olor a alcohol lo invadia todo. Al escuchar como daban su opinion, pensaste que todos tenian agallas, de lo contrario, ?como habrian llegado a ser los funcionarios del pueblo?

– Si no hubiera sido por el Presidente Mao, ?los campesinos pobres y medios de la capa inferior vivirian como viven hoy en dia? ?Y como podrian venir a instalarse aqui las jovenes instruidas?

– ?Siempre con tus ideas perversas!

– Tu, que pareces tan serio, ?ya has follado o no? ?Ya lo has hecho?, venga, dilo.

– ?Como hablas asi delante del profesor, no te da verguenza?

– El profesor no es ningun extrano, no desprecia nuestros zapatos llenos de barro, hasta ha dormido con nosotros.

Y era cierto, habias dormido con ellos en el silo sobre las camas cubiertas de paja de arroz. Y cada noche, una vez acababa el entrenamiento al aire libre, los mirabas como median su fuerza, luchaban, se tiraban por el suelo; el que perdia tenia que bajarse los pantalones delante de los demas, sobre todo si las mujeres del pueblo venian a ver como se peleaban y se mezclaban con ellos en esos juegos. En aquellos momentos, Maomei se refugiaba en una esquina para mantenerse al margen y se quedaba riendo. Todo el mundo se divertia hasta que sonaba el silbato y ordenaban que apagaran las luces.

Saliste de la sala, se habia levantado un viento fresco, el olor nauseabundo del alcohol desaparecia poco a poco, solo el dulce perfume de la paja de arroz flotaba en el aire. Bajo la luz de la luna, el pueblo desaparecia en la sombra de la montana que habia enfrente de ti. Te sentaste sobre una rueda de molino, al lado de la casa, y encendiste un cigarrillo.

Estabas contento de haber conseguido la confianza de esas personas, por la noche ya no oias ruidos sospechosos, ya no veias ninguna sombra delante de tu ventana, ya no te vigilaban, estabas casi totalmente integrado, vivias entre esos hombres. Ellos habian vivido siempre asi, de generacion en generacion, revolcandose con las mujeres por el suelo, emborrachandose cuando estaban demasiado cansados, antes de entrar en un sueno profundo y roncar, sin pesadillas.

Al sentir el olor de la tierra, te tranquilizaste, te relajaste.

– Profesor, ?no se va a dormir?

Te volviste y viste ante ti a Maomei, que habia salido de la cocina; estaba de pie frente a un monton de lena. Bajo la luz difusa de la luna, desprendia una profunda feminidad.

– Que luna tan bonita… -respondiste tu vagamente.

– ?Todavia tiene animo para contemplar la luna, profesor?

Ella sonrio haciendo una mueca. Con su voz azucarada, su entonacion llena de dulzura, era una bella y tierna criatura con unos pechos prominentes y firmes, quiza ya la habia acariciado algun hombre. Nacida en esta tierra, viva y fresca, sin angustia ni temor, ella podia aceptarte, era lo que parecia querer decirte, todo dependia de si tu la querias o no, esperaba tu reaccion. En la oscuridad, sus ojos centelleantes te miraban fijamente, sin verguenza ni duda, y te recordaban tus deseos de estar con una mujer. Esta noche se atrevia a mirarte, apoyada contra la pila de lena, pero tu no te atreviste a bromear con ella, no te atreviste a mostrarte frivolo como esos bandidos, como esos hombres, no tenias suficiente valor.

47

La lluvia, de nuevo la lluvia, una lluvia fina. Por la tarde, la escuela acababa temprano, para que, tras dos horas de clase, los alumnos todavia pudieran ocuparse de las tareas del campo al volver a sus casas. Tu habitacion estaba al lado del despacho de los profesores. La habian construido de ladrillo, tenia un falso techo de madera por debajo del tejado y no habia goteras. Te sentias bien, te gustaban especialmente esos dias lluviosos, ahora que no tenias que ir a los arrozales con un sombrero de paja de arroz en la cabeza a pasarte el dia con los pies hundidos en el barro. Cuando cerrabas la puerta de tu habitacion, el ruido de la lluvia, del viento o el de los alumnos que leian en voz alta no te llegaba. Leias en silencio o escribias. Al final habias conseguido una vida normal, aunque no tuvieras mujer ni hijos. En realidad, ya no querias compartir tu techo con una mujer, preferias la soledad al riesgo de que te denunciaran. Cuando te sentias muy excitado, te volcabas en la escritura y con tu pluma conseguias la libertad de imaginarte todas las mujeres que te daba la gana.

– ?Profesor, el secretario Lu pregunta por usted! -dijo una alumna desde fuera.

Coloco en la habitacion una cerradura de golpe para que no pudieran entrar de improviso. Cuando tenia que hablar con los alumnos, sobre todo con las chicas, iba al despacho de profesores de al lado. El director del colegio, que vivia enfrente, al final de una pista de baloncesto, siempre estaba mirando hacia su puerta. Habia tenido que trabajar duro durante veinte anos para conseguir el cargo que desempenaba, y le preocupaba que el recien llegado de la capital, bajo la proteccion del secretario Lu, le quitara el puesto. Si descubria el menor desliz con una alumna, lo cazaria y lo expulsaria de inmediato. Sin embargo, lo unico que el queria era un lugar tranquilo para refugiarse, pero no podia decirselo tan claramente al director.

Esta joven, Sun Huirong, era esbelta y lista. Su padre habia muerto de repente por una enfermedad y su madre vendia verduras en la cooperativa del burgo. Huirong tenia dos hermanas menores. Siempre encontraba algun pretexto para pasar por su despacho, «Profesor, voy a ayudarle a lavar la ropa sucia», «Le he traido unos amarantos que hemos recogido de mi jardin», y cada vez que el pasaba delante de su casa, si ella lo veia, salia haciendo aspavientos para llamarlo: «Profesor, venga a beber una taza de te». Conocia a casi todos los vecinos de la pequena calle, y cuando no entraba, se quedaba un rato en el umbral fumando un cigarrillo. Se sentia casi como si estuviera en su tierra natal, pero nunca entraba en casa de la muchacha. Ella le dijo: «Vivimos en un reino de mujeres». Sin duda echaba de menos una figura masculina.

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