Las diez y media de la manana. La lluvia ha cesado, el sol ha salido. Tras haber caminado mas de un kilometro por la hierba y no por el sendero, hemos penetrado en la selva. Tumbados bajo una planta muy tupida, rodeados por una vegetacion espesa y llena de pinchos, creo que no tenemos nada que temer y, sin embargo, Antonio no me deja fumar, ni siquiera hablar bajo. Antonio no para de tragar el zumo de las hojas. Yo hago lo mismo que el, pero con un poco de moderacion. Lleva una bolsita con mas de veinte hojas dentro, me la ensena. Sus magnificos dientes brillan en la oscuridad cuando se rie silenciosamente. Como los mosquitos no nos dejan en paz, ha mascado un cigarro y, con la saliva llena de nicotina, nos pringamos la cara y las manos. Despues, quedamos tranquilos. Son las siete. Ha caido la noche, pero la luna alumbra demasiado el sendero. Antonio pone el dedo sobre las nueve y dice: lluvia. Comprendo que a las nueve llovera. En efecto, a las nueve y veinte minutos llueve. Reanudamos la marcha. Para estar a su altura, he aprendido a saltar caminando y a remar con los brazos. No es dificil, se avanza con mas rapidez que caminando de prisa y, sin embargo, no se corre. En la oscuridad, hemos debido meternos tres veces en la selva para dejar que pase un coche, un camion y una carreta tirada por dos asnos. Gracias a esas hojas, no me siento cansado cuando amanece. La lluvia cesa a las ocho y, entonces otra vez, caminamos despacio por la hierba durante mas de un kilometro. Luego, nos escondemos en la selva. Lo malo de esas hojas es que no dejan dormir. No hemos pegado ojo desde que nos fuimos. Las pupilas de Antonio estan tan dilatadas, que ya carecen de iris. Las mias deben de estar igual.
Las nueve de la noche. Llueve. Parece como si la lluvia esperase esa hora para empezar a caer. Mas adelante, me enterare de que en los tropicos, cuando la lluvia comienza a caer a una hora determinada, durante todo el cuarto de luna caera a la misma hora cada dia y cesara a la misma hora tambien. Esta noche, al principio de la andadura, oimos gritos y luego vemos luces.
– Castillete -,dice Antonio.
Ese demonio de hombre me coge de la mano sin vacilar, nos metemos en la selva y, tras una marcha fatigosa de mas de dos horas, volvemos a estar en la carretera. Caminamos, o mas bien brincamos, durante todo el resto de la noche y buena parte de la manana. El sol nos ha secado la ropa puesta. Hace tres dias que andamos empapados, tres dias en que solo hemos comido un pedazo de azucar cande, el primer dia. Antonio parece estar casi seguro de que no toparemos con malas personas. Camina despreocupadamente y hace ya varias horas que no ha pegado' el oido al suelo. El camino bordea la playa. Antonio corta una vara. Ahora, andamos por la arena humeda. Hemos dejado el camino. Antonio se detiene para examinar un amplio rastro de arena hollada, de cincuenta centimetros, que sale del mar y llega a la arena seca. Seguimos el rastro y llegamos a un sitio donde la raya se ensancha en forma de circulo. Antonio hinca su palo. Cuando lo retira, tiene pegado en la punta un liquido amarillo, como yema de huevo. Efectivamente, le ayudo a hacer un hoyo 1 cavando en la arena con las manos y, al poco rato, aparecen huevos, trescientos o cuatrocientos aproximadamente, no se. Son huevos de tortuga de mar. Esos huevos no tienen cascara, solamente piel. Recogemos todos los que caben en la camisa que Antonio se ha quitado, quizas un centenar. Salimos de la playa y cruzamos el camino para meternos en la selva. A resguardo de toda mirada, nos ponemos a comer; pero solo la yema, me indica Antonio. De un mordisco de su dentadura de lobo corta la piel que envuelve el huevo, deja escurrir la clara y, luego chupa la yema. Un huevo el, otro yo. Abre muchos. Sorbe mientras me pasa otro. Hartos a reventar, nos tumbamos, usando la chaqueta como almohada. Antonio dice:
– Manana, tu sigues solo dos dias mas. De manana en adelante, no hay policias.
Ultimo puesto fronterizo en esta noche a las diez. Lo reconocemos por algunos ladridos de perros y una casita resplandeciente de luz. Todo eso es evitado de forma magistral por Antonio. Entonces, caminamos toda la noche sin tomar precauciones. El camino no es muy ancho, es un sendero que, de todos modos, debe ser muy transitado, pues esta limpio de hierbas. Tiene casi cincuenta centimetros de anchura y bordea la selva, dominando la playa desde una altura de dos metros aproximadamente. Se ven tambien, marcadas de trecho en trecho, huellas de herraduras de caballos y de asnos. Antonio se sienta en una gruesa rama de arbol y me hace signo de que yo me siente tambien. El sol pega fuerte. En mi reloj, son las once, pero por el sol debe de ser mediodia: una-varita hincada en el suelo no da ninguna sombra, asi que es mediodia. Pongo mi reloj en las doce. Antonio vacia su bolsa de hojas de coca: hay siete. Me da cuatro y se guarda tres. Me alejo un poco, entro en la selva, vuelvo con cincuenta dolares de Trinidad y sesenta florines y se los tiendo. Me mira muy asombrado, palpa los billetes, no comprende por que estan tan nuevos y como no se han mojado nunca, puesto que jamas me ha visto secarlos. Me da las gracias, con todos los billetes en la mano, reflexiona un rato y, luego, separa seis billetes de cinco florines, es decir, treinta florines, y me devuelve el resto. Pese a mi insistencia, se niega a aceptar mas. En este momento, algo cambia en el. Habiamos decidido que nos separariamos aqui, pero parece que ahora quiere acompanarme un dia mas. Despues, me da a entender que dara media vuelta. Bueno, nos vamos tras haber tragado algunas yemas de huevo y encendido un buen cigarro con mucha dificultad golpeando durante mas de media hora dos piedras una con otra para prender fuego a un poco de musgo Seco.
Hace tres horas que andamos cuando viene hacia nosotros, en linea recta, un hombre a caballo. Ese hombre lleva un sombrero de paja inmenso, botas; va sin pantalon, pero con una especie de slip de cuero, una camisa verde y una guerrera descolorida, verde tambien, de tipo militar. Por arma, una hermosa carabina y un enorme revolver al cinto.
– ?Caramba! Antonio, hijo mio.
Antonio habia reconocido al jinete desde muy lejos. No me dijo nada, pero sabia que topariamos con el, eso saltaba a- la vista. Aquel hombreton cobrizo de unos cuarenta anos descabalga y los dos se dan grandes palmadas en los hombros. Esa manera de abrazarse, la vere luego en todas partes.
– ?Y ese quien es?
– Un companero de fuga, un frances.
– ?Adonde vas?
– Lo mas cerca que pueda de los pescadores indios.
Quiere pasar por el territorio indio, entrar en Venezuela y, alli, buscar un medio para volver a Aruba o a Curasao.
– Indio guajiro malo ~-,dice el hombre-. No vas armado, toma.
Me da un punal con su vaina de cuero y su mango de asta brillante. Nos sentamos en el borde del sendero. Me quito los zapatos, tengo los pies ensangrentados. Antonio y el jinete hablan muy de prisa, se ve claramente que mi proyecto de cruzar Guajira no les gusta. Antonio me hace signo de que monte a caballo: con los zapatos colgados del hombro, me quedare descalzo para que se me sequen las llagas. Eso lo entiendo por gestos. El jinete monta, Antonio me da la mano y, sin comprender, soy llevado a galope a horcajadas detras del amigo de Antonio. Galopamos todo el dia y toda la noche. De cuando en cuando nos paramos y el hombreton me alarga una botella de anis, de la que bebo un buen trago cada vez. Al alba, se para. Sale el sol, me da un queso duro como el hierro y dos galletas, seis hojas de coca, Y. ademas, me regala una bolsa especial para llevarlas, hermetica, que se ata al cinturon. Me estrecha en sus brazos palmeandome los hombros como le he visto hacer a Antonio, monta de nuevo en su caballo y se va a galope tendido.
Los indios
Camino hasta la una de la tarde. Ya no hay maleza ni arboles en el horizonte. El mar brilla, plateado, bajo el sol abrasador. Ando descalzo, con los zapatos colgando del hombro izquierdo. Cuando decido acostarme, a lo lejos me parece percibir cinco o seis arboles, o rocas, a mucha distancia de la playa. Intento determinar esa distancia: diez kilometros, quiza. Saco una gran hoja y, mascandola, reanudo la marcha con paso bastante rapido. Una hora despues, identifico aquellas cinco o seis cosas: son chozas con techo de paja, o de hojarasca color castano claro. De una de ellas sale humo. Luego, veo gente. Me han visto. Percibo los gritos y los gestos que hace un grupo en direccion del mar. Entonces, veo cuatro lanchas que se acercan rapidamente y que desembarcan a unas diez personas. Todo el mundo esta reunido delante de las casas y mira hacia mi. Veo claramente que hombres y mujeres van desnudos, solo llevan algo que cuelga tapandoles el sexo. Camino despacio hacia ellos. Tres se apoyan en arcos y empunan flechas. Ningun ademan, ni de hostilidad ni de amistad. Un perro ladra y rabiosamente, se abalanza sobre mi. Me muerde en la pantorrilla, llevandose un trozo de pantalon. Cuando vuelve a la carga, recibe en el trasero una flechita salida de no se donde, (lo supe despues: de una cerbatana), huye aullando y parece que se mete en una casa. Me acerco cojeando, pues me ha mordido seriamente. Solo estoy a diez metros del grupo. Nadie se ha movido ni ha hablado, los ninos estan detras de sus madres. Tienen los cuerpos cobrizos, desnudos, musculosos, esplendidos. Las mujeres tienen los pechos enhiestos, duros y firmes, con enormes pezones. Solo una tiene un pecho enorme, flaccido.
Uno de los indios es tan noble en su actitud, sus rasgos son tan finos, su raza de una nobleza incontestable se manifiesta tan claramente, que voy recto hacia el. No lleva arco ni flechas. Es. tan alto como yo, lleva el pelo bien cortado con un gran flequillo que le llega hasta las cejas. Sus orejas estan tapadas por los cabellos que, detras, llegan a la altura del lobulo de las orejas, negros como el azabache, casi violaceos. Tiene los ojos de un gris de hierro. Nada de vello, ni en el pecho, ni en los brazos… ni en las piernas. Sus muslos cobrizos son musculosos, asi como sus piernas torneadas y finas. Va descalzo. Me paro a tres metros de el. Entonces, da dos pasos y me mira directamente a los ojos. El examen dura dos minutos. Ese rostro del que ni un rasgo se mueve, parece una estatua de cobre de ojos oblicuos.
Luego, me sonrie y me toca el hombro. Entonces, todo el mundo viene a tocarme y una joven india me coge de la mano y me lleva a la sombra de una de las chozas. Una vez alli, arremanga la pernera de mi pantalon. Todo el mundo esta en torno de nosotros, sentados en circulo. Un hombre me tiende un cigarro encendido, lo tomo y me pongo a fumar. Todo el mundo se rie de mi modo de fumar, pues ellos, mujeres y hombres, fuman con la lumbre en la boca. La mordedura ya no sangra, pero un pedazo de casi la mitad de una moneda de cinco francos ha sido arrancado. La mujer quita los pelos y luego, cuando todo queda bien depilado, lava la herida con agua de mar que una pequena india ha ido a buscar. Con el agua, aprieta para hacer que la herida sangre. Insatisfecha, rasca cada incision que ella ha ensanchado con un trozo de hierro aguzado. Me esfuerzo para no rechistar, pues todo el mundo me observa. Otra joven india quiere ayudarla, pero ella la rechaza duramente. Ante ese ademan, todos se echan a reir. Comprendo que ella ha querido indicar a la otra que le pertenezco exclusivamente y que todos se rien por eso. Luego, corta las dos perneras de mis pantalones muy por encima de las rodillas. Sobre unas piedras prepara algas marinas que le han traido, las pone sobre la herida y las sujeta con tiras sacadas de mi pantalon. Satisfecha de su obra, me hace signo de levantarme.
Me pongo en pie y me quito la chaqueta. En este momento, en la abertura de mi camisa, ella ve una mariposa que tengo tatuada bajo el cuello. Mira, y luego, al descubrir mas tatuajes, me quita la camisa para verlos mejor. Todos, hombres y mujeres, estan muy interesados por los tatuajes de mi pecho: a la derecha, un disciplinario de Calvi; a la izquierda, la cara de una mujer; sobre el estomago, unas fauces de tigre; en la columna vertebral, un gran marino crucificado, y, en toda la anchura de los rinones, una caceria de tigres con cazadores, palmeras, elefantes y tigres. Cuando han visto estos tatuajes, los hombres apartan a las mujeres y, detenida, minuciosamente, tocan, miran cada tatuaje. Despues del jefe, cada cual da su opinion. A partir de este momento, soy adoptado definitivamente por los hombres. Las mujeres me habian adoptado ya desde el primer momento, cuando el jefe me sonrio y me toco el hombro.
Entramos en la choza mas grande y, alli, me quedo completamente desconcertado. La choza es de tierra apisonada color ladrillo rojo. Tiene ocho puertas, es redonda y, en el interior, el maderaje sostiene en un rincon hamacas multicolores de pura lana. En medio, una piedra redonda y plana, y, en torno de esa piedra parda y lisa, piedras planas para sentarse. En la pared, varias escopetas de dos canones un sable militar y, colgados en todas partes, arcos de todos los tamanos. Noto tambien un caparazon de tortuga enorme en el que podria acostarse un hombre, una chimenea hecha con piedras toscas bien colocadas unas sobre otras en un conjunto homogeneo, sin argamasa. Sobre la mesa, media calabaza con dos o tres punados de perlas en el fondo. En una vasija de madera me dan de beber un brebaje de fruta fermentada, agridulce, muy bueno y, luego, en una hoja de Platano, me traen un gran pescado de casi dos kilos, asado a la brasa. Me invitan a comer