duerma en la cabina. No se que hacer. Faltan todavia cuarenta kilometros para Santa Marta. Estar con el no impedira que sea interrogado por quienes encontremos, y pese a las numerosas paradas, voy mas de prisa que a pie.
Por lo que, al amanecer, decido dormir. Sale el sol, son casi las siete. De pronto, se acerca una carreta tirada por dos caballos. El camion le impide pasar. Me despiertan, creyendo que soy el chofer, puesto que estoy en la cabina. Tartajeando, me hago el adormilado que, al despertar bruscamente, no sabe bien donde esta.
El chofer despierta y discute con el carretero. Tras varios intentos no consiguen sacar el camion. Tiene barro hasta los ejes, no hay nada que hacer. En la carreta van dos monjas vestidas de negro, con sus tocas, y tres ninas. Despues de bastantes discusiones, los dos hombres se ponen de acuerdo para desbrozar un espacio de maleza a fin de que la carreta, con una rueda sobre la carretera y la otra en la parte desbrozada, salve ese espacio de veinte metros aproximadamente.
Cada cual con un machete, cortan todo lo que molestaba y yo lo coloco en el camino con el fin de disminuir la altura y tambien para proteger el carro, que peligra hundirse en el barro. Al cabo de dos horas aproximadamente, el paso esta hecho. Entonces, las monjas, tras haberme dado las gracias, me preguntan adonde voy. Digo:
– A Santa Marta.
– Pero, no va usted por el buen camino, tiene que volver atras con nosotros. Le llevaremos muy cerca de Santa Marta, a ocho kilometros.
No puedo rehusar, pareceria anormal. Por otro lado, hubiese querido decir que me quedo con el camionero para ayudarle, pero ante la dificultad de tener que hablar tanto, prefiero decir:
– Gracias, gracias.
Y heme aqui en la trasera de la carreta con las tres ninas; las dos monjas estan sentadas en el banco, al lado del carretero.
Nos vamos, bastante de prisa para recorrer los cinco o seis kilometros que por error hicimos con el camion. Una vez en la buena carretera, vamos a bastante velocidad y hacia mediodia,
nos paramos en una posada para comer. Las tres ninas y el carretero en una mesa, y las dos monjas y yo en la mesa contigua. Las monjas son jovenes, de veinticinco a treinta anos. De piel muy blanca. Una es espanola, la otra, irlandesa. Dulcemente, la irlandesa me pregunta:
– ?Usted no es de aqui, verdad?
– Si, soy de Barranquilla.
– No, no es usted colombiano, sus cabellos son demasiado claros y su tez es oscura porque esta tostado por el sol. ?De donde viene usted?
– De Rio Hacha.
– ?Que hacia alli?
– De electricista.
– ?Ah! Tengo un amigo en la Compania de electricidad, se llama Perez, es espanol. ?Lo conoce usted?
– Si.
– Me alegro.
Al terminar el almuerzo, se levantan para ir a lavarse las manos y la irlandesa vuelve sola. Me mira y luego, en frances, dice:
– No le delatare, pero mi companera dice que ha visto su fotografia en un periodico. ?Es usted el frances que se fugo de la prision de Rio Hacha, verdad?
Negar seria aun mas grave.
– Si, hermana. Se lo ruego, no me denuncie. No soy la mala persona que dicen. Quiero a Dios y le respeto.
Llega la espanola y la otra le dice:
– Si.
Ella contesta muy rapidamente algo que no entiendo- Ambas parecen reflexionar, se levantan y van otra vez a los lavabos. Durante los cinco minutos que dura su ausencia, reacciono rapidamente. ?Debo irme antes de que vuelvan, debo quedarme? Si piensan denunciarme lo mismo da, pues si me voy, no tardaran en dar conmigo. Esta region no tiene ninguna selva demasiado espesa y los accesos a los caminos que llevan a las ciudades seguramente pronto estarian vigilados. Voy a confiar en el destino que, hasta hoy, no me ha sido contrario.
Vuelven muy sonrientes. La irlandesa me pregunta como me llamo.
– Enrique.
– Bien, Enrique, ira usted con nosotras hasta el convento al que nos dirigimos, que esta a ocho kilometros de Santa Marta. Con nosotras en la carreta no tiene nada que temer durante el trayecto. No hable, todo el mundo creera que es usted un trabajador del convento.
Las hermanas pagan la comida de todos. Compro un carton de doce paquetes de cigarrillos y un encendedor de yesca. Nos vamos. Durante todo el trayecto, las hermanas no me dirigen la palabra y se lo agradezco. Asi, el carretero no nota que hablo mal. Al final de la tarde, nos paramos delante de una gran posada. Hay un coche de linea en el que leo: “Rio Hacha – Santa Marta.” Me dan ganas de tomarlo. Me acerco a la monja irlandesa y le comunico mi intencion de utilizar ese autocar.
– Es muy peligroso dice ella-, pues antes de llegar a Santa Marta hay por lo menos dos puestos de Policia donde piden a los pasajeros su cedula, lo cual no pasara en la carreta.
Le doy las gracias vivamente y, entonces, la angustia que tenia desde que ellas me descubrieron desaparece por completo. Era, por el contrario, una suerte inaudita para mi haber encontrado a las buenas hermanitas. En efecto, a la caida de la noche, llegamos a un puesto de Policia [en espanol alcabala (sic)]. Un coche de linea, procedente de Santa Marta con destino a Rio Hacha, era registrado por la Policia. Estoy tumbado de espaldas en la carreta, con el sombrero de paja sobre la cara, fingiendo, dormir. Una nina de unos ocho anos tiene reclinada su cabeza en mi hombro y duerme de veras. Cuando la carreta pasa, el carretero para sus caballos entre el auto y el puesto.
– ?Como estan por aqui? -dice la hermana espanola.
– Muy bien, hermana.
– Me alegro, vamonos, muchachos. Nos vamos tranquilamente.
A las diez de la noche, otro puesto, muy iluminado. Dos filas de vehiculos de todas clases esperan, parados. Una viene de derecha; la nuestra, de la izquierda. Abren los portaequipajes los automoviles y miran dentro. Veo a una mujer, obligada a apearse, que hurga en su bolso. Es llevada al puesto de Policia. Probablemente, no tiene cedula. En tal caso, no hay nada que hacer, los vehiculos pasan uno tras otro. Como hay dos filas,~ no puede haber un paso de favor. Por falta de espacio, hay que resignarse a aguardar. Me veo perdido. Delante de nosotros, hay un microbus atestado de pasajeros. Arriba, en el techo, maletas y grandes paquetes. Atras, tambien una especie de gran red llena de paquetes. Cuatro policias hacen bajar a los pasajeros. Ese autocar solo tiene una portezuela delantera. Hombres y mujeres se apean. Algunas mujeres con sus crios en brazos. Uno a uno, vuelven a subir.
– ?Cedula! ?Cedula!
Y todos salen y ensenan una tarjeta con su foto.
Zorrillo nunca me habia hablado de eso. De haberlo sabido, quizas habria podido tratar de procurarme una cedula falsa. Pienso que si paso este puesto, pagare lo que sea, pero me hare con una cedula antes de viajar desde Santa Marta a Barranquilla, ciudad muy importante en la costa atlantica.
?Dios mio, cuanto tarda la operacion de este autocar! La irlandesa se vuelve hacia mi:
– Este tranquilo, Enrique.
Inmediatamente, le guardo rencor por esa frase imprudente, pues el carretero la habra oido.
Nuestra carreta avanza a su vez en la luz deslumbrante. He decidido sentarme. Pienso que, tumbado, puedo dar la impresion que me escondo. Estoy adosado a las tablas de la carreta y miro hacia las espaldas de las hermanas. Solo pueden verme de perfil y llevo el sombrero bastante calado, pero sin exagerar:
– ?Como estan todos por aqui? -repite la hermanita espanola.
– Muy bien, hermanas. ?Y como viajan tan tarde?
– Por una urgencia, por eso no me detengo. Somos muy apuradas. (sic)
– Vayan con Dios, hermanas.
– Gracias, hijos. Que Dios les proteja.
– Amen -dicen los policias.
Y pasamos tranquilamente sin que nadie nos pregunte nada. Las emociones de los minutos pasados deben haberles revuelto las tripas a las hermanitas, pues, cien metros mas alla, hacen parar el vehiculo para bajar y perderse un momento en la maleza. Reemprendemos la marcha. Me pongo a fumar. Estoy tan emocionado que, cuando la irlandesa sube, le digo:
– Gracias, hermana.
Ella me dice:
– No hay de que, pero hemos pasado tanto miedo que se nos ha descompuesto el vientre.
Hacia medianoche, llegamos al convento. Una gran tapia, un gran porton. El carretero lleva los caballos y la carreta a la cuadra y las tres ninas son conducidas al interior del convento. En la escalinata del patio, se entabla una acalorada discusion entre la hermana portera y las dos hermanas. La irlandesa me dice que no quiere despertar a la madre superiora para pedirle autorizacion DE que yo duerma en el convento. En este momento, me falta decision. Hubiese debido aprovechar el incidente para retirarme y salir hacia Santa Marta, puesto que sabia que solo distaba ocho kilometros.
Aquel error me costo mas tarde siete anos de presidio.
Por fin, despertada la madre superiora, me han dado una habitacion en el segundo piso. Desde la ventana veo las luces de la ciudad. Distingo el faro y las luces de posicion. Del puerto sale un gran buque.
Me duermo, y el sol ha salido ya cuando llaman a mi puerta. He tenido una pesadilla atroz. Lali se abria el vientre delante de mi y nuestro hijo salia de su vientre a pedazos.
Me afeito y me aseo rapidamente. Bajo. Al pie de la escalera, esta la hermana irlandesa, que me recibe con una leve sonrisa:
– Buenos dias, Henri. ?Ha dormido usted bien?
– Si, hermana.
– Venga, por favor, al despacho de nuestra madre. Quiere verle.
Entramos. Una mujer esta sentada detras de su escritorio. Tiene el semblante sumamente severo, es una persona de unos cincuenta anos, tal vez mas. Me mira