Dave camino hasta el borde del penasco y alzo el Frisbee hacia las estrellas, una ofrenda.

– Todo termina -dijo. Retrocedio, giro y arrojo el disco por encima del precipicio. Baedecker se le acerco y ambos miraron como se remontaba el Frisbee a gran distancia, se ladeaba gracilmente en el claro de luna y se perdia en la oscuridad.

Baedecker camino de la cabana al muelle, donde su hijo miraba el lago sentado en la baranda. La radio solo hacia comentarios sobre la elegancia de la renuncia de Nixon y especulaciones sobre Gerald Ford. Varios periodistas habian comentado animadamente una declaracion de Ford: tras varios anos en el Congreso, no se habia hecho un solo enemigo. El alivio de los periodistas era comprensible -despues de soportar durante anos a un Nixon que obviamente se creia rodeado de enemigos, el cambio era bienvenido- pero Baedecker recordaba que su padre le habia dicho que un hombre se podia juzgar no solo por sus amigos sino por sus enemigos, y se preguntaba si la afirmacion de Ford era de veras una recomendacion de integridad.

Scott estaba sentado en la baranda del extremo del muelle. Su camiseta blanca relucia bajo la tenue luz de la luna. El muelle estaba desvencijado aqui y alla, le faltaba un tramo de baranda. Baedecker recordo el olor de madera nueva cuando el y su propio padre estuvieron hablando alli diecisiete anos antes.

– Hola -dijo Baedecker.

– Hola. -La voz de Scott ya no era hurana, solo distante.

– Olvidemos el mal momento, ?de acuerdo?

– De acuerdo.

Baedecker se apoyo en la baranda y los dos miraron el lago varios minutos. En alguna parte grunia un motor fueraborda, el sonido llegaba puro y regular a traves del agua quieta, pero no se veian luces de navegacion. Baedecker vio luciernagas chispeando en la otra margen, como fogonazos de armas cortas.

– Visite a tu abuelo aqui poco antes de su muerte -dijo Baedecker-. Entonces el lago era mas pequeno.

– ?Si? -Scott no manifesto mayor interes. Habia nacido ocho anos despues de la muerte del padre de Baedecker y rara vez demostraba curiosidad por el o su abuela. Los otros abuelos de Scott vivian en una comunidad de jubilados de Florida y le habian mimado desde su nacimiento.

– He pensado que manana por la manana podriamos deshacernos de los ultimos muebles viejos y tomarnos la tarde libre. ?Quieres ir a pescar?

– No especialmente -dijo Scott.

Baedecker asintio, tratando de no ceder a su repentina furia.

– De acuerdo -dijo-. Por la tarde trabajaremos en la calzada.

Scott se encogio de hombros.

– ?Mama y tu os vais a divorciar? -pregunto.

Baedecker miro a su hijo de diez anos.

– No. ?De donde has sacado esa idea?

– No os llevais bien -dijo Scott, aun desafiante pero con un temblor en la voz.

– Eso no es verdad -dijo Baedecker-. Tu madre y yo nos queremos mucho. ?Por que dices eso, Scott?

El nino se encogio de hombros otra vez, el mismo gesto desmanado que Baedecker le habia visto muchas veces cuando lo lastimaba un amigo o fallaba en una tarea simple.

– No se -dijo.

– Sabes por que lo has dicho. Dime de que estas hablando.

Scott miro hacia otro lado y ladeo la cabeza para apartarse el pelo de los ojos.

– Nunca estas en casa. -La voz era aguda, pero no quejosa.

– Mi trabajo me obligaba a viajar, lo sabes. Pero ahora cambiara.

– Si, claro -dijo Scott-. Pero no es eso, de todos modos. Mama nunca esta contenta, y tu nunca lo notas. Ella odia Houston, odia la NASA, odia a tus amigos y odia a mis amigos. No le gusta nada, salvo esos malditos clubes.

– Cuidado con lo que dices, Scott.

– Es verdad.

– Aun asi, cuidado con como lo dices.

Scott ladeo la cabeza y miro el lago en silencio. Baedecker aspiro profundamente y trato de contemplar la noche de agosto. El olor a agua, pescado y aceite le recordaba los veranos de su infancia. Cerro los ojos y evoco esa ocasion, despues de la guerra, cuando tenia trece anos y el y su padre habian ido a Big Pine Lake, Minnesota, a pasar tres semanas cazando y pescando. Baedecker habia disparado contra latas con el canon calibre 22 de su escopeta, pero cuando llego el momento de limpiar el arma se dio cuenta de que habia dejado la varilla en casa. Su padre meneo la cabeza con callada reprobacion, un gesto mas doloroso que un bofeton para el joven Baedecker, pero luego dejo sus avios de pesca, sujeto una pequena plomada a una cuerda, la metio en el canon de la 22 y ato un trapo a la cuerda. Baedecker estaba dispuesto a limpiar el rifle, pero su padre sostuvo el otro extremo del cordel y entre los dos hicieron pasar el trapo, moviendolo hacia ambos lados, hablando de cosas sin importancia. Continuaron largo rato cuando el canon estuvo limpio. Baedecker recordaba cada detalle de su padre: la camisa a cuadros, arremangada hasta los codos, el lunar en el bronceado brazo izquierdo, el olor a jabon y tabaco, la modulacion de la voz. Pero ante todo recordaba la melancolica y persistente conciencia de sus sentimientos: su ineptitud, incluso entonces, para solo experimentarlos. Mientras limpiaba el rifle con gran satisfaccion, era consciente de esa satisfaccion, consciente de que algun dia su padre estaria muerto y el recordaria plenamente ese momento, incluso esa conciencia.

– ?Sabes que odio? -dijo Scott con voz calma.

– ?Que odias?

El nino senalo hacia arriba.

– Odio la maldita luna.

– ?La luna? -pregunto Baedecker asombrado-. ?Por que?

Scott se monto a horcajadas sobre la baranda. Se aparto el pelo de los ojos.

– Cuando estaba en primer grado, conte a la clase que formabas parte de la tripulacion primaria de la mision. La senorita Taryton dijo que era magnifico, pero habia un chico que se llamaba Michael Bizmuth. Era insoportable, nadie queria jugar con el. Se me acerco en el recreo y me dijo: «Oye, tu padre morira alla arriba y lo enterraran y tendras que mirarla toda tu vida.» Entonces le pegue en la boca y me meti en problemas. Mama no me dejo ver la television durante dos semanas. Pero cada noche, durante un ano, antes de tu mision, yo me arrodillaba a rezar una hora. Una hora cada noche. Me dolian las rodillas, pero me quedaba una hora entera.

– Nunca me lo habias contado, Scott -dijo Baedecker. Queria decir algo mas, pero no se le ocurria nada.

Scott no parecia escuchar. Se aparto el pelo de los ojos y fruncio el entrecejo.

– A veces rezaba para que no fueras, y a veces rezaba para que no murieras alla… -Scott se interrumpio y miro a su padre-. Pero casi siempre, ?sabes para que rezaba? Rezaba para que, en caso de que murieras alla, te trajeran de vuelta y te sepultaran en Houston, en Washington o en cualquier parte que no tuviera que mirar de noche, viendo tu tumba colgada en el cielo el resto de mi vida.

– ?Piensas en el suicidio alguna vez, Richard? -pregunto Dave.

Era domingo por la manana. Se habian levantado temprano, y tras un suculento desayuno de dirigian a las colinas a cortar lena en una camioneta que Kink les habia prestado.

– No -dijo Baedecker-. No demasiado, al menos.

– Yo si -dijo Dave-. No en el mio, claro, sino en el concepto.

– ?Que hay que pensar? -pregunto Baedecker.

Dave redujo la velocidad para vadear un arroyuelo. El camino de Sunshine Canyon -grava, tierra, baches- ahora era una senda en la arboleda.

– Muchas cosas -dijo Dave-. Por que, cuando, donde y, quiza lo mas importante, como.

– No entiendo por que el como importa tanto -dijo Baedecker.

– ?Claro que si! Uno de mis pocos heroes es J. Seltzer Sherman. Habras oido hablar…

– No.

– Claro que si. Sherman era un proctologo de Buffalo, Nueva York, que sufrio una fuerte depresion en 1965. Decia que ya no veia la luz en el extremo del tunel. Volo a Arizona, compro un poste telefonico, afilo una punta y

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