acerco.

– ?Sabe cuando regresara?

La mujer se encogio de hombros.

– El descanso de Accion de Gracias empezo ayer. Tal vez dentro de diez dias.

– Gracias -dijo Baedecker, y bajo por la escalera. Una atractiva joven de pelo corto y castano se cruzo con el en el vestibulo.

Baedecker salio a la acera y se detuvo, mirando la nieve. Se pregunto cuanto tendria que caminar para hallar un telefono o un taxi. El frio le penetraba el impermeable y tirito. Se volvio a la derecha y echo a andar hacia la avenida Massachusetts.

Habia caminado una manzana y media y tenia los zapatos empapados cuando oyo una voz a sus espaldas.

– Oiga, espere un segundo.

Baedecker se detuvo en el borde de la acera mientras la joven que habia visto en el vestibulo cruzaba la calle.

– ?Es usted Richard? -pregunto ella.

– Richard Baedecker.

– Vaya, suerte que he hablado con Becky un momento -dijo la joven, recobrando el aliento-. Soy Sheila Goldman. Usted hablo conmigo por telefono una vez.

– ?SI?

Sheila Goldman asintio y se aparto un copo de nieve de la pestana.

– Si. En septiembre, a principios del ano escolar. Esa noche Maggie estaba con su familia.

– Oh, si -recordo Baedecker. Habia sido una conversacion muy breve. El ni siquiera habia dejado el nombre.

– ?Le ha dicho Becky que Maggie se habia ido durante las vacaciones?

– Si -dijo Baedecker-. Yo ignoraba que interrumpian las clases tanto tiempo.

– Becky le ha dicho que pensaba que Maggie se habia ido con Bruce Claren, ?no es asi? -Se aparto mas nieve de las pestanas-. Bien, Becky no se entera demasiado. Bruce la anduvo asediando durante semanas, pero Maggie no tenia interes en ir con el a ninguna parte.

– ?Es usted amiga de Maggie? -pregunto Baedecker.

Sheila asintio.

– Fuimos companeras de cuarto por un tiempo. Somos bastante amigas. -Se froto la nariz con el miton-. Pero no tan intimas como para que Maggie no me matara si averiguara que usted vino a visitarla y… Bien, de cualquier modo no esta en las Bermudas con Bruce.

Un coche viro a gran velocidad, salpicandolos con nieve derretida. Baedecker cogio el codo de Sheila Goldman y ambos se apartaron del borde de la acera.

– ?Adonde ha ido Maggie para Accion de Gracias? -pregunto. Sabia que los padres de Maggie vivian a una hora de distancia, en New Hamsphire.

– Salio ayer para Dakota del Sur -contesto Sheila-. Cogio un avion por la tarde.

«?Dakota del Sur?», penso Baedecker. Luego recordo una conversacion que habian tenido en Benares muchos meses antes.

– Oh, si -dijo-. Sus abuelos.

– Ahora es solo Memo, la abuela. El abuelo murio en enero.

– No lo sabia -dijo Baedecker.

– Aqui esta la direccion y todo lo demas -dijo Sheila, dandole un papel amarillo. La letra era de Maggie-. Oiga, ?quiere venir a nuestro apartamento para llamar un taxi?

– No, gracias. Llamare desde la calle si no encuentro uno en la avenida Massachusetts. -Impulsivamente le tomo la mano y la estrujo-. Gracias, Sheila.

Ella se puso de puntillas y le beso la mejilla.

– De nada, Richard.

Baedecker llego a Chicago poco despues de medianoche y paso seis horas de insomnio en el Sheraton del aeropuerto. Estaba en la oscura habitacion escuchando ruidos y respirando los olores del motel cuando penso en su ultima conversacion con Scott.

Mientras esperaban el vuelo de Baedecker para Miami en el aeropuerto Melbourne, cerca del Cabo, de pronto, Scott dijo:

– ?Has pensado alguna vez cual seria tu epitafio?

Baedecker dejo el periodico.

– Que pregunta tan tranquilizadora antes de un vuelo.

Scott sonrio y se froto las mejillas. La barba incipiente -se la estaba dejando crecer- le brillo bajo la luz.

– Si, bien, yo he estado pensando en el mio. Me temo que dira: «Vino, vio y estropeo.»

Baedecker meneo la cabeza.

– No se permiten epitafios pesimistas hasta que tengas por lo menos veinticinco anos -dijo. Se puso a leer de nuevo pero dejo el periodico-. En verdad, no difiere mucho de una cita que he llevado en la cabeza durante anos, sospechando que terminaria siendo mi epitafio.

– ?Cual es? -pregunto Scott. Afuera, la lluvia amainaba, y las palmeras se perfilaban contra un cielo brillante.

– ?Has leido alguna vez La escuela de musica de John Updike?

– No.

Baedecker hizo una pausa.

– Creo que es mi cuento favorito. De todos modos, en un momento dado el narrador dice: «No soy musical ni religioso. En cada instante de mi vida debo apretar los dedos sin confiar en que oire un acorde.»

Permanecieron en silencio unos instantes. Los altavoces del aeropuerto llamaban a gente y negaban toda responsabilidad por los grupos religiosos que pedian dinero.

– ?Y como termina? -pregunto Scott.

– ?El cuento? Bien, el narrador recuerda su infancia, cuando comulgaba y le ensenaban a no tocar la hostia con los dientes.

– Eso no es lo que me ensenaron en Saint Malachy's.

– No -convino Baedecker-. Ahora la hostia es tan gruesa que hay que masticarla. Eso es lo que decide el narrador con su vida al final del cuento. Creo que las lineas finales son: «El mundo es la hostia. Y hay que masticarlo.»

Scott se quedo mirando a su padre.

– ?Has leido alguno de los libros vedicos sagrados, papa? -pregunto al fin.

– No.

– Yo si. Lei bastante el ano pasado en la India. No tenian mucho que ver con lo que ensenaba el Maestro, pero creo que recordare los libros por mas tiempo. Uno de mis fragmentos favoritos es del Tatiriya Upanishad. Dice: «Yo soy este mundo, y yo me como este mundo. Quien sabe esto, sabe.»

La pizarra anuncio el vuelo de Baedecker; este se levanto, tomo la bolsa de vuelo con la mano izquierda y le tendio la mano derecha al hijo.

– Cuidate, Scott. Te vere en Navidad, o antes.

– Tu tambien cuidate, papa -dijo Scott. Ignorando la mano tendida, abrazo a Baedecker.

Baedecker apoyo la mano en la fuerte espalda del hijo y cerro los ojos.

Baedecker cogio un vuelo de United que salia a las 7.45 del aeropuerto O'Hare. Volaba a Seattle pero tenia una parada en Rapid City, Dakota del Sur, el punto mas cercano al rancho de los abuelos de Maggie, cerca de Sturgis, al que Baedecker podia llegar sin transbordos. Cansado como estaba, Baedecker advirtio que el avion era uno de los nuevos Boeing 767. Nunca habia volado en uno de ellos.

Sirvieron el desayuno cuando sobrevolaban el sur de Minnesota. Baedecker miro la bandeja de huevos revueltos y salchicha recalentados y decidio que, con apetito o sin el, era hora de comer al cabo de casi tres dias. No pudo hacerlo. Estaba bebiendo cafe y mirando el paisaje oscuro entre jirones de nubes cuando se le acerco la

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