azafata.
– ?Senor Baedecker?
– ?Si? -respondio Baedecker alarmado. ?Como conocia su nombre? ?Le habria ocurrido algo a Scott?
– El capitan Hollister pregunta si desea pasar a la cabina de mando.
– Claro -respondio Baedecker, siguiendola por la primera clase con alivio. Hurgo en su memoria, tratando de recordar si habia conocido a un piloto de linea llamado Hollister. No recordaba a nadie con ese nombre, pero no confiaba en su memoria.
– Adelante, senor -dijo la azafata, abriendole la puerta.
– Gracias -respondio Baedecker, y entro.
El piloto lo saludo con una sonrisa. Era un cuarenton de cara rubicunda y pelo tupido, sonrisa aninada y una expresion agradable que evocaba a Wally Schirra.
– Bien venido, senor Baedecker, soy Charlie Hollister. Este es Dale Knutsen.
Baedecker saludo con la cabeza a ambos.
– Espero que no le hayamos interrumpido el desayuno -dijo Hollister-. Vi su nombre en la lista de pasajeros y pense que le gustaria comparar nuestro nuevo juguete con el
– Por Dios -dijo Baedecker-, me asombra que usted haya hecho la asociacion.
Hollister sonrio de nuevo. Ni el piloto ni el copiloto parecian dedicarse a conducir el avion.
– Venga -dijo Knutsen, desabrochandose la correa-. Ocupe mi asiento. Yo voy un minuto a la cocina.
Baedecker se lo agradecio y se acomodo en el asiento revestido de lana de cordero. Excepto por el volante, que sustituia un control manual, la cabina era muy parecida a la del transbordador. Las terminales de video exhibian lecturas de instrumental, lineas de datos y mapas de color en tres pantallas. En la consola que lo separaba de Hollister habia un teclado de ordenador. Baedecker miro el cielo azul, el remoto horizonte, las lejanas capas de nubes.
– Me sorprende que usted me haya recordado -le dijo al piloto-. No nos conocemos, ?verdad?
– No, senor -respondio Hollister-. Pero conozco todos los nombres de las diversas misiones y recuerdo haberle visto en television. Siempre quise ser astronauta, pero…
Baedecker extendio la mano.
– Olvidemos el «senor». Me hace sentir viejo. Me llamo Richard.
– Que tal, Richard -dijo Hollister, dandole la mano por encima del ordenador.
Baedecker miro las pantallas parpadeantes y el volante que se movia.
– Parece que el avion se conduce solo. ?Os deja hacer algo a vosotros?
– No mucho -dijo Hollister riendo-. Es una maravilla, ?verdad? La ultima novedad. Puedo programarlo en O'Hare y no tendria que hacer nada hasta aterrizar en Seattle. Lo unico que no sabe hacer es bajar el tren de aterrizaje.
– Pero no funciona totalmente en automatico, ?verdad? -pregunto Baedecker.
Hollister meneo la cabeza.
– Sostenemos la opinion de que debemos intervenir, y el sindicato nos respalda. La aerolinea afirma que compro el siete-seis-siete para que el sistema informatico de vuelo le ahorre dinero en combustible, y que desbaratamos sus planes cada vez que lo ponemos en manual. Lo cierto es que tiene razon.
– ?Es divertido pilotarlo? -pregunto Baedecker.
– Es una buena nave -dijo Hollister. Tecleo un boton y los despliegues visuales cambiaron-. Tan seguro como estar sentado en el porche de la abuela. Pero no es divertido. -Le mostro los detalles del sistema de control de vuelo, el indicador de motor, el sistema de alerta y las pantallas de radar de color que incorporaban mapas de su posicion en relacion con las emisoras omnidireccionales VHF, los puntos intermedios y los haces del sistema de aterrizaje por instrumentos. El mapa indicaba la posicion de los frentes de tormenta, calculaba la velocidad del viento y les permitia saber que rumbo seguian en cada momento-. Es capaz de decirme con quien esta acostada mi mujer si se lo pregunto con amabilidad. ?Que te parece este aparato comparado con el artilugio que llevaste a la Luna?
– Impresionante -dijo Baedecker, sin contarle a Hollister que habia trabajado para una compania que producia aviones militares que estaban anos luz por delante de ese sistema-. Para responder a tu pregunta, gran parte del instrumental de calibracion y de medicion estaba muy anticuado, y el ordenador del que dependiamos para llegar a la superficie tenia una capacidad total de solo treinta y nueve palabras.
– Santo cielo -dijo Hollister, meneando la cabeza.
– Exacto. Estos sistemas son muy superiores a los nuestros. Y los nuestros eran menos flexibles. Si surgia un problema nuevo, solo podiamos emplear unas dos mil palabras.
– Uno se pregunta como llegasteis alla -dijo Hollister. Tomo los controles, toco un interruptor del panel de instrumentos y apoyo la mano derecha en el regulador-. ?Quieres conducirlo un segundo?
– ?United no pondra el grito en el cielo?
– Sin duda. Pero solo podra averiguarlo si oye nuestras voces en el grabador de la caja negra, y en ese caso poco nos importara. ?Quieres?
– Claro.
– Adelante.
Baedecker cogio el volante con cuidado, pensando en el centenar de pasajeros que removian el cafe a sus espaldas. Delante, las nubes se disipaban dejando ver la linea oscura del horizonte.
– ?Es verdad que Dave Muldorff queria bautizar
– Claro que si. Y casi llego a convencerlos. Dijo que estaba en la tradicion de Darwin, el viaje del
– ?Que tenia de malo
– Nada, pero conocian a Dave y tenian razon. Dave habia preparado un discurso que empezaba con «Houston, el
Hollister rio.
– Recuerdo cuando vosotros dos jugabais con un
El copiloto regreso con tazas de cafe para todos. Baedecker le devolvio los controles a Hollister, cedio el asiento a Knutsen y se apoyo un minuto en el asiento del copiloto, mirando la vasta extension de cielo y nubes.
– Si -dijo, alzando la taza de plastico en un brindis silencioso y bebiendo el sabroso cafe negro-. Una gran epoca.
El aeropuerto de Rapid City parecia una pista de aterrizaje en busca de un pueblo. Al descender sobrevolaron campos de pastoreo, cauces secos y ranchos. La unica pista se extendia sobre una meseta herbosa que tenia solo una diminuta terminal, una torre baja y un aparcamiento casi vacio.
Al instalarse en su Honda Civic alquilado, Baedecker decidio que estaba harto de vuelos comerciales y coches de alquiler. Usaria sus ahorros para comprar un Corvette 1960 y terminaria con eso. Todavia mejor, cuando llegara el dinero, un pequeno Cessna 180…
El viaje desde Rapid City hasta la salida de Sturgis por la interestatal 90 duro cuarenta y cinco minutos. La carretera atravesaba los cerros que separaban la oscura masa de las Colinas Negras de la pradera que se extendia al norte hasta el horizonte. Las urbanizaciones y los parques de casas rodantes encaramados sobre las laderas parecian heridas abiertas en el paisaje.
Eran las doce y media cuando Baedecker pregunto en una gasolinera Conoco, cerca de la salida de la interestatal, y casi la una de la tarde cuando atraveso un arco de madera al inicio del largo camino que conducia a