Wheeler Ranch.

La mujer que se le acerco cuando Baedecker se apeo del coche y se desperezo le recordo a Elizabeth Sterling Callahan de Lonerock, Oregon. Tenia por lo menos setenta anos pero se movia con soltura, llevaba el pelo largo y gris sujeto con un panuelo y vestia una chamarra y pantalones azules. El rostro irradiaba placidez. Un collie trotaba a su lado.

– Hola -saludo-. ?Puedo ayudarle?

– Si, senora. ?Es usted la senora Wheeler?

– Ruth Wheeler -dijo la mujer, acercandose. Profundas arrugas le rodeaban los ojos, tan verdes como los de Maggie.

– Mi nombre es Richard Baedecker -dijo, tendiendole la mano al collie para que la oliera-. Estoy buscando a Maggie.

– Richard… ?Oh, Richard! -dijo la mujer-. Claro que si. Margaret ha mencionado su nombre. Bienvenido, Richard.

– Gracias, senora Wheeler.

– Llameme Ruth. Oh, mi Maggie se sorprendera. Ahora no esta, Richard. Ha ido al pueblo a hacer unos recados. ?Quiere entrar a tomar cafe mientras la esperamos? Volvera pronto.

A punto de aceptar, Baedecker se sintio embargado por la impaciencia, como si no pudiera descansar ni detenerse hasta que su largo viaje hubiera concluido.

– Gracias, Ruth, pero si tiene idea de donde puede estar, ire al pueblo a buscarla.

– Pruebe el Safeway, en el centro comercial, o la ferreteria de la calle Mayor. Maggie conduce nuestra vieja camioneta Ford azul, con un gran generador rojo en la parte de atras. Lleva el adhesivo de Dukakis en el parachoques trasero.

Baedecker sonrio.

– Gracias. Si no la encuentro y ella regresa primero, digale que volvere pronto.

La senora Wheeler se acerco y apoyo la mano en la ventanilla abierta cuando Baedecker hizo girar el Civic.

– Tambien podria estar en otro sitio -dijo-. A Maggie le gusta detenerse en el Monte del Oso. Es un viejo cerro en las afueras del pueblo. Dirijase hacia el norte y siga los letreros.

La camioneta azul no estaba en el aparcamiento del Safeway ni en la calle Mayor. Baedecker recorrio despacio el pequeno pueblo, esperando ver a Maggie saliendo de un edificio a cada instante. Las noticias de la radio de la una y media comentaron el lanzamiento secreto del transbordador espacial, que se realizaria dentro de dos horas. El periodista llamo incorrectamente «Cabo Kennedy» al Centro Espacial Kennedy e informo que la zona tenia nubes altas pero que el tiempo parecia apropiado para el lanzamiento.

Baedecker viro en el aparcamiento de una planta de carnes saladas y regreso por Sturgis, siguiendo los letreros verdes que conducian al parque estatal del Monte del Oso.

No habia coches en el pequeno aparcamiento. Baedecker detuvo el Civic cerca de un edificio de informaciones cerrado y miro el Monte del Oso. Era un cerro impresionante. Si Baedecker no habia olvidado sus estudios de geologia, era un viejo cono volcanico que se elevaba en un largo risco hasta una cima que alcanzaria mas de doscientos metros sobre la pradera circundante. La montana estaba separada de las colinas del sur y sobresalia dramaticamente de la pradera. Baedecker tuvo que agudizar su imaginacion para ver un oso en el largo cerro, pero al fin logro distinguir un oso inclinado hacia adelante, con los cuartos traseros en el aire.

Siguiendo un impulso, Baedecker cogio su vieja cazadora de vuelo del asiento trasero y empezo a trepar por el sendero.

Aunque habia retazos de nieve esparcidos por las zonas sombreadas, el dia era calido y Baedecker sentia el olor de la tierra que se entibiaba. Sintio un mareo al girar por el primer tramo de sendero, pero no tenia problemas para respirar. Se pregunto por que no habia tenido apetito en los ultimos dias y por que, sin haber dormido dos dias y con el estomago vacio, se sentia fuerte, casi euforico.

El sendero se nivelo para seguir la ascendente linea del risco y Baedecker se detuvo para admirar la vista del norte y el este, mas alla de los pinares. A un tercio del camino vio trozos de tela, trapos de color, atados a los arbustos bajos a lo largo del sendero. Se detuvo y toco uno de ellos, que ondeaba en la brisa calida.

– Hola.

Baedecker dio media vuelta. El hombre estaba sentado en una zona baja cerca del borde, a cinco metros del sendero. Era un camping natural, protegido de los vientos del norte y el oeste por rocas y arboles, pero con vistas hacia tres lados.

– Hola -dijo Baedecker, acercandose-. No lo habia visto.

Era indudable que el anciano era indio: tez de color del cobre quemado, ojos tan oscuros que parecian negros, nariz ancha bajo la frente arrugada, camisa suelta, azul y estampada, cinta roja y cenida, pelo largo y canoso anudado en trenzas. Llevaba un anillo, con una piedra azul. Solo desentonaban las raidas zapatillas de lona verde.

– No queria molestar -dijo Baedecker. Miro la tienda de lona marron erigida cerca de una estructura baja hecha de ramas y piedras. Baedecker supo de inmediato que era una choza para banos de sudor, sin saber como lo sabia.

– Sientese -dijo el indio. El anciano estaba sentado en una piedra, con una pierna sobre otra, en una posicion comoda, casi femenina.

– Soy Robert Medicina Dulce -dijo con voz sedosa y divertida, como si estuviera a punto de reirse por una broma.

– Richard Baedecker.

El anciano asintio como si esta informacion fuera redundante.

– Bonito dia para escalar la montana, Baedecker.

– Muy bonito dia. Aunque no se si llegare a la cima.

El indio se encogio de hombros.

– Hace mucho que vivo aqui y jamas he estado en la cima. No siempre es necesario. -Usaba una navaja para afilar una vara corta. Habia ramas, raices y piedras en el suelo. Baedecker vio los huesos de un animalillo en la pila. Algunas piedras estaban pintadas de colores brillantes.

Baedecker miro hacia la pradera del norte. Desde alli no veia carreteras y solo algunas arboledas indicaban donde estaban los ranchos. Tuvo una repentina comprension visceral de como se sentirian los indios de las praderas un siglo y medio antes, cuando merodeaban sin restricciones por esa tierra ilimitada.

– ?Es usted sioux? -pregunto, sin saber si la pregunta era cortes pero deseando conocer la respuesta.

Robert Medicina Dulce meneo la cabeza.

– Cheyenne.

– Oh, pensaba que los sioux vivian en esta parte de Dakota del Sur.

– Viven -dijo el anciano-. Nos echaron de esta region hace tiempo. Ellos creen que esta montana es sagrada. Nosotros tambien. Solo tenemos que viajar mas.

– ?Vive usted cerca?

El indio cogio una navaja y corto un trozo de un cacto que crecia entre las rocas, lo pelo y se apoyo la hoja en la lengua como un flautista afinando su instrumento.

– No. Viajo mucho para venir aqui. Mi tarea consiste en ensenar cosas a jovenes que un dia las ensenaran a otros jovenes. Pero mi joven se ha retrasado.

– ?De veras? -Baedecker miro el lejano aparcamiento. Su Civic era el unico vehiculo-. ?Cuando lo esperaba usted?

– Hace cinco semanas -dijo Robert Medicina Dulce-. Los Tsistsistas no tienen sentido del tiempo.

– ?Quienes? -pregunto Baedecker.

– El Pueblo -dijo el anciano con su voz sedosa y divertida, aludiendo a su tribu.

– Oh.

– Tu tambien has viajado mucho.

Baedecker penso en ello y asintio.

– Mis ancestros, como Mutsoyef, viajaban mucho -dijo Robert Medicina Dulce-. Luego ayunaban, se purificaban y escalaban la Montana Sagrada en busca de una vision. A veces Maiyun les hablaba. Con mayor

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