Casi se alegro de que su padre no estuviera alli. Jose, que se habia codeado con los artistas mas exquisitos, se hubiera muerto de nuevo ante aquel desbarro.
– ?Puedes cambiar el canal? -grito Pablo desde el cuarto.
– ?La has visto? -pregunto Amalia-. Parece una leona enjaulada.
?Hasta donde llegaria el delirio? ?Tanto habian cambiado los tiempos? ?Se estaba poniendo vieja? Se levanto para apagar el televisor, pero no llego a hacerlo. Un agudo timbrazo la hizo saltar.
– ?Que desean…?
Apenas entreabrio la puerta, cuatro hombres la empujaron. Isabel chillo espantada y corrio a refugiarse en el regazo de su madre.
Desbaratando muebles y adornos a su paso, los hombres registraron el apartamento y descubrieron unas octavillas aplastadas entre el colchon y el bastidor de la cama. Dos de ellos trataron de sacar por la fuerza a Pablo, que se resistio fieramente. En medio de los gritos de madre e hija, lo sacaron del cuarto sangrando y medio inconsciente. Amalia se interpuso entre la puerta y los hombres, y recibio una patada en pleno vientre que la hizo vomitar alli mismo.
Los gritos habian alertado a los vecinos, pero solo una pareja de ancianos se atrevio a acercarse cuando los hombres se fueron.
– Senora Amalia, ?esta bien?
– Isabel -susurro a la nina, mientras sentia el liquido espeso que se escurria entre sus piernas-, llama a abuelita Rosa y dile que venga enseguida.
A sus pies crecia la sangre, mezclandose con el agua que debia proteger a su bebe. Por primera vez noto que el Martinico la miraba espantado y supo entonces que los duendes pueden palidecer. Ademas, titilaba con una luz verdosa cuyo significado no logro identificar.
Amalia hubiera querido insultar, gritar, morderse los brazos, desgarrarse la ropa como La Lupe. Hubiera hecho un duo con ella para escupirle el rostro a aquel que los habia enganado, prometiendo villas y castillas con esa expresion de monje franciscano donde sin duda se ocultaba -ay, Delfina- un demonio rojo.
– «Teatro, lo tuyo es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…»
Trato de levantarse, pero se sentia cada vez mas debil. Casi al borde del desmayo, entendio por que La Lupe le gustaba tanto a la gente.
Rosa revolvio el caldo de pescado y le echo un punado de sal antes de probarlo. En otra epoca lo hubiera condimentado con trozos de jengibre, salsa de ostras y verduras, y su aroma hubiera ascendido hasta las nubes como el de las sopas que su nodriza preparaba. Echo parte del caldo en un recipiente y salio a la calle.
Desde que Siu Mend muriera, ya no hallaba gusto en cocinar; y menos ahora que no podia dar rienda suelta a esos momentos de inspiracion en los que anadir algunas semillas de ajonjoli tostado o un chorrito de salsa dulce determinaban la diferencia entre un plato comun y otro digno de dioses. Pese a todo, cada tarde preparaba un poco de alimento que llevaba al doctor Loreto, padre de Bertica y Luis, antiguos condiscipulos de su hijo.
El medico se habia mudado cerca, despues que su familia se marchara a California. El gobierno le habia negado la salida sin explicacion alguna, pero el sospechaba que la causa era cierto sujeto con influencias: un antiguo capitan de los guerrilleros que, recien llegado de las montanas, habia intentado propasarse con su esposa. La pareja habia sufrido un hostigamiento atroz que duro anos, hasta que Irene murio de cancer. Ya el doctor habia olvidado el asunto cuando volvio a tropezarse con el hombre, cara a cara, el dia en que fue a solicitar el permiso para salir del pais. Sus hijos no querian abandonarlo, pero el insistio en que se fueran. Ahora parecia la sombra del rozagante medico que siempre bebia una copa de Calvados tras esas opiparas cenas que ordenaba en El dragon rojo. Le habian prohibido trabajar por «gusano», es decir, por desear irse tras los lujos del imperio, y las ropas colgaban de su cuerpo como trapos mojados.
Rosa lo encontro en el umbral de su vivienda, y recordo con nostalgia la figura del mambi que tambien se habia sentado en un quicio a esperar por Tigrillo, siempre dispuesto a escuchar algun relato de aquellos tiempos en que los hombres luchaban con honor para que el mundo fuera un sitio mas justo… Ahora el anciano habia muerto y su Tigrillo languidecia en una prision.
Veinte anos. Eso era lo que habia decretado el tribunal por su vinculo con una faccion que organizaba sabotajes contra el gobierno. Veinte anos. Ella no viviria tanto. Le consolaba saber que existia Amalia. La idea de ocupar un segundo lugar en el corazon de su hijo, frente a esa mujer que veia el mundo a traves de sus ojos, era reconfortante.
Saludo al doctor y le tendio el plato. El hombre parecia un anciano, y la impresion de decrepitud aumentaba con sus gestos temblorosos y la ansiedad con que sorbia la sopa. Un perro se acerco a olfatear, pero el lo espanto de una patada.
Rosa aparto la vista, incapaz de soportar aquella imagen. ?Que le aguardaba a ella, sola y sin mas recursos que una misera pension?
Regreso a su casa, cerro la puerta y apago la unica lampara que iluminaba la sala, pero el resplandor no se marcho. Alli, en la penumbra de un rincon, estaba su madre: la hermosisima Lingao-fa, con sus ojos de almendra y aquel cutis de seda.
– Kui-fa -llamo la muerta, tendiendole los brazos.
–
– He venido a hacerte compania -susurro el espiritu en un cantones que sonaba a musica.
– Lo se -asintio ella-. Me he sentido muy sola.
Abrazada a ella, disfruto aquel aroma de infancia -el olor de su madre que le recordaba tantas cosas-. Luego se aparto y fue hasta la puerta de su habitacion. Desde el umbral se volvio hacia ella.
– ?Te quedaras conmigo?
– Para siempre.
Entro en su cuarto, se subio a la cama que habia compartido con Siu Mend y tomo la soga que habia colgado de la viga mas alta. Pronto veria a su marido, al tio Weng, al mambi Yuang, a Mey Ley… En adelante viviria con ellos, escucharia su propio idioma y comeria pasteles de luna a toda hora. Solo lo sentia por el doctor Loreto, tan flaco y tan cansado, que nunca mas recibiria su plato de sopa al atardecer.
Amalia observo de reojo a su hija, que caminaba junto a ella con un ramo de flores. En aquel Dia de los Difuntos, ambas cumplirian los deseos del hombre encarcelado desde hacia siete anos. Hubieran podido ir al cementerio, pero en su ultima visita Pablo les habia rogado que llevaran las flores al monumento erigido en honor a los mambises chinos. Pensaba que era un sitio mas apropiado para honrar a su familia. El bisabuelo Yuang iniciaba la lista de antepasados rebeldes. Su padre Siu Mend, que muriera exigiendo lo que le quitaran, le seguia. Y su madre Kui-fa, que habia renunciado a la vida abrumada por la tristeza, merecia igual respeto.
La brisa que barria hojas y petalos arrastro tambien una musica familiar: una ronda infantil que Amalia no escuchaba desde hacia anos:
Un chino cayo en un pozo,
las tripas se hicieron agua.
Arre, pote pote pote,
arre, pote pote pa…
Habia una chinita sentada en un cafe
con los dos zapatos claros
y las medias al reves.
Arre, pote pote pote,
arre, pote pote pa…
La mujer miro en todas direcciones, pero la calle estaba desierta. Alzo la vista al cielo, pero solo vio nubes. La letra, cantada por una vocecita traviesa, evocaba un metodo de suicidio comun entre los culies que intentaban escapar de la esclavitud lanzandose de cabeza a un pozo. Se lo habia contado Pablo, quien lo supo de su bisabuelo.
La musica siguio cayendo del cielo durante varios segundos. Quizas lo estaba imaginando. Observo a su hija, una adolescente de cabellos ondulados como su abuela Mercedes, piel rosada como su bisabuela espanola y ojos rasgados como su abuela china; pero la joven se veia ensimismada. Acababa de detenerse frente a la inscripcion grabada en el monumento y, sin que nadie se lo dijera, habia comprendido que ninguna otra nacionalidad -entre las decenas que poblaban la isla- podia proclamar algo semejante a lo que revelaba aquella frase.