continuara teniendo una presencia respetable en su vida. Evidentemente, de otro modo no tendria asuntos sobre los que escribir.
– Le echo toda la culpa -declaro el pulcro hombrecillo a la, al parecer, encantada audiencia-, absolutamente toda, del espantoso desastre en que se ha convertido mi vida.
Me parecio que Q. estaba hablando de la naturaleza del mal de la medianoche, cuyos primeros sintomas eran una simple sensacion de alejamiento de los demas, cierta incapacidad de «adaptacion», que no es, ni mucho menos, exclusiva de los escritores, y una sensacion de envidia e infranqueable distancia como las que sentirla cualquier insomne en un mundo de durmientes. Pero muy pronto quien padecia el mal de la medianoche empezaba a anhelar esa sensacion de aislamiento, a cultivarla e incluso a recrearse en ella. La victima se iba aislando mas y mas hasta que un aciago dia se despertaba y descubria que se habia convertido en el principal objeto de su propia mirada hostil.
Habia muchas cosas en el discurso de Q. con las que estaba de acuerdo, pero no tarde en percatarme de que cada vez me costaba mas concentrarme en sus palabras. Gracias a la codeina, el mordisco de Doctor Dee en el tobillo me provocaba solo una leve punzada de dolor, pero al mismo tiempo todos mis sentidos se habian alterado. Sentia la maquinaria de mi corazon bombeando en el pecho y calambres en el estomago. Cinco tragos de Jack Daniel's y la considerable dosis de oxigeno aportada por la carrera a traves del campus habian bastado para que me sintiese completamente borracho, y todo lo que brillaba a mi alrededor -los focos del escenario, los candelabros dorados de las paredes, la cabellera rubia de Hannah Green siete filas delante de mi, la enorme arana de cristal que colgaba sobre la audiencia sostenida por una delgadisima cadena- parecia envuelto, como farolas en la niebla, en un palido y oscilante halo. Pero en cuanto lograba enfocar la mirada, el halo se desvanecia. Me llego un olor malsano y que en cierto modo invitaba a la nostalgia, un olor a polvo, a seda y a trastos viejos maltratados por el tiempo: apolillados vestidos de baile, viejas ropas de bebe, la descolorida bandera con cuarenta y ocho estrellas que mi abuela guardaba en un baul debajo de las escaleras traseras e izaba en el porche del Hotel McClelland cada Cuatro de Julio. Me hundi en la silla y cruce las manos sobre el estomago. El ardor que alli me provocaba la codeina me reconfortaba y me ponia melancolico. En aquel momento no me preocupaba el minusculo cigoto que debia de estar describiendo orbitas como un satelite por la estrellada boveda del utero de Sara, ni mi matrimonio a punto de desmoronarse, ni el descarrilamiento de la carrera de Crabtree, ni el animal muerto que se estaba quedando rigido en el maletero de mi coche, y todavia me preocupaba menos
Pero, de pronto, James Leer empezo a reirse a carcajadas de algun chiste privado que habia emergido de las profundidades de su cerebro. La gente se volvio y le clavo recriminadoras miradas. Se tapo la boca, agacho la cabeza y levanto la vista para mirarme, rojo como las mismisimas botas de Hannah Green. Me encogi de hombros. Las personas que se habian girado volvieron a mirar hacia el escenario; todas excepto una. Terry Crabtree, que estaba sentado a tres butacas de Hannah, separado de ella por la senorita Sloviak y Walter Gaskell, siguio contemplando a James Leer durante un par de segundos. Despues me miro, me guino un ojo y en su rostro circunspecto aparecio una mueca juguetona con la que pretendia decir algo asi como: «?Que haceis vosotros dos ahi atras?», y yo, sin realmente pretenderlo, le respondi frunciendo el ceno en un gesto irritado que significaba algo parecido a: «Dejanos en paz.» Crabtree se quedo perplejo y se volvio rapidamente.
Los efectos calmantes de la codeina se disipan muy pronto, asi que, de repente, tras las absurdas risotadas de James Leer, me di cuenta, sorprendido, de que estaba repasando una escena particularmente complicada de la novela por enesima vez, igual que un mono desquiciado pasa sin cesar los dedos por las barras de su jaula. Era una escena que sucedia justo antes de los cinco malogrados finales que habia probado el mes pasado, en la cual Johnny Wonder, el menor de los tres gloriosos hermanos predestinados a la perdicion, le compra un Rambler American de 1955 a un personaje secundario llamado Bubby Zrzavy, un veterano que participo en los experimentos con LSD del ejercito americano. Llevaba semanas tratando de conseguir que de esa compra emanase la poderosa musica del gran organo del destino, pues era un momento crucial del libro: en ese coche, reconstruido durante diez anos a partir del chasis por el desequilibrado Bubby Z. siguiendo las nociones de mecanica automovilistica de sus venaticas neuronas, Johnny Wonder cruzaria el pais de costa a costa y al regresar a casa de este viaje iniciatico llevaria consigo a Valerie Sweet, una chica de Palos Verdes que arrastraria a la familia Wonder a la ruina. Uno de los motivos de que hubiera escrito tantas paginas antes de llegar a Valerie Sweet era que me enfrentaba a tremendas dificultades para lograr conducir la historia hacia un final porque estaba colado por ella. Tenia la sensacion de que me habia pasado la vida escribiendo con la unica finalidad de llegar a la pagina en la que asomaban por primera vez sus cursis gafas de sol de montura rosa. Cuando mi cerebro de mico enjaulado volvio de nuevo sobre el irresoluble problema de como salir del lio novelistico en el que yo mismo me habia metido, y que arrastraba desde hacia siete anos, se me ocurrio que tal vez deberia prescindir de ese personaje, y, de pronto, note algo raro, como si se hubiera producido un repentino bajon del fluido electrico en el auditorio. Un deslumbrante estallido de electricidad estatica me paso como un aguacero ante los ojos, senti olor a sangre en las fosas nasales y una oleada de acidez me empezo a subir desde el estomago.
– Tengo que ir al lavabo -le susurre a James Leer al oido-. Voy a vomitar.
Me puse en pie, empuje la puerta y sali al vestibulo. Alli solo habia un par de chavales -uno de los cuales me sonaba vagamente- apoyados contra las puertas de la entrada, que mantenian abiertas con el peso de sus cuerpos, mientras fumaban y expelian el humo cansinamente hacia el exterior. Los salude con un gesto de la cabeza y me precipite hacia el lavabo de caballeros caminando lo mas deprisa posible, pero procurando que no se dieran cuenta de que estaba a punto de vomitar y no queria hacerlo sobre la moqueta. Ni el chispazo de electricidad estatica ni la sangre en la nariz ni las nauseas eran sintomas nuevos para mi. Durante los ultimos meses aparecian en los momentos mas inesperados, junto con una concomitante sensacion de extrano jubilo, de ingravidez, como si atravesase el tremulo reflejo del sol que cubre como una red la superficie del agua de una piscina. Me volvi para echar un vistazo a los chavales junto a la puerta y por la barbita de chivo de uno de ellos recorde que habia sido alumno mio; era un chico con pinta de pasmado y dotado de un moderado talento que escribia paranoicas historias de jazz y drogas al estilo de Hunter S. Thompson, [11] y que el curso pasado aparecio por mi despacho una tarde para hacerme saber, con toda la crudeza propia de un alma inocente, que, en su opinion, era una tomadura de pelo que la universidad le cobrase por inscribirse en una clase de escritura creativa impartida por un don nadie pseudofaulkneriano como yo. De pronto el pasillo que conducia a los lavabos parecio abalanzarse sobre mi y me senti tan febril que tuve que apoyar la mejilla contra la pared, que estaba fria, muy fria…
Cuando volvi en mi, estaba estirado boca arriba, con la cabeza apoyada sobre algo, y Sara Gaskell, arrodillada junto a mi, me pasaba la mano con suavidad por la frente. La almohada que habia improvisado era mullida por fuera, pero su interior resultaba duro como una piedra.
– ?Grady? -dijo con tono indiferente, como si tan solo pretendiese atraer mi atencion sobre un interesante articulo en el periodico-. ?Todavia estas ahi?
– ?Hola! -respondi-. Creo que si.
– ?Que te ha pasado, chavalote? -Recorrio mi rostro con la mirada y se humedecio los labios con la lengua. Descubri que, a pesar de lo aseptico de su tono de voz, le habia dado un buen susto-. ?Ha sido otro de esos vertigos?
– Supongo, no lo se. -Tu perro esta muerto, pense, pero no se lo dije-. Ya me siento mejor.
– ?Quieres que te acompane al hospital?
– No hace falta -dije-. ?Ha acabado la conferencia?
– Aun no. Vi que salias y… pense… -Se froto las manos como si tuviera frio-. Grady…
Antes de que Sara pudiese acabar de decirme aquello que parecia costarle tanto expresar, me incorpore y le di un beso. Tenia los labios cortados y embadurnados de pintalabios. Nuestras dentaduras entrechocaron. Sus dedos, que jugueteaban alrededor de mi nuca, estaban frios como la lluvia. Al cabo de unos instantes nos separamos y la mire directamente a la cara, pecosa, palida e impregnada de ese aire de decepcion que a menudo adorna los complicados rasgos faciales de las pelirrojas. Nos besamos de nuevo y senti un escalofrio cuando las yemas de sus dedos resbalaron sobre mi nuca como gotas de lluvia. Deslice mis manos bajo su vestido.
– Grady… -Rechazo mi abrazo, retrocedio y se estremecio.
Respiro hondo. Note que se reafirmaba en alguna resolucion que habia tomado previamente y que no parecia