– Durante el festival literario suelen pasar estas cosas.

– Entonces no me extrana que no haya oido hablar de este festival en mi vida.

En el auditorio resono una modesta oleada de aplausos. Despues se abrieron las puertas y se desparramaron por el vestibulo unas quinientas personas. Todos hablaban de Q. y su picaro doble, el cual, al parecer, habia concluido la conferencia con un comentario no precisamente amable sobre el nivel literario de Pittsburgh, que comparo con los de Luxemburgo y Chad. Salude con la mano a un par de ofendidos colegas y con un mesurado movimiento de la cabeza a Franconia Epps, una pudiente dama de Fox Chapel, de cierta edad, que llevaba seis anos acudiendo al festival literario con la esperanza de encontrar editor para una novela titulada Flores negras que anualmente, cual Penelope, armaba y desarmaba, siguiendo los contradictorios antojos e indicaciones de una docena de editores moderadamente interesados por el libro en cuestion. Pero en cada nueva version se las arreglaba para mantener un sorprendente aunque por desgracia nada estimulante numero de escenas en las que intervenian pudientes damas de Fox Chapel de cierta edad y un amplio muestrario de artilugios de cuero, consoladores y dociles caballos de polo con nombres como Goliath y Big Jacques. La senorita Sloviak y yo estabamos rodeados por una horda de jovenes literatos que hablaban todos a la vez, se golpeaban con los programas enrollados y sacaban cigarrillos. Algunos eran alumnos mios, y estaban a punto de meternos en su conversacion -no le quitaban ojo a la senorita Sloviak- cuando de pronto, como si hubieran recibido una descarga electrica, se apartaron para dejar paso a Sara Gaskell.

– ?Hola, senora rectora!

– ?Hola, doctora Gaskell!

– Caballeros -les respondio Sara a modo de frio saludo, y despues sus ojos verdes me lanzaron la misma mirada profesional y vagamente condescendiente de antes. Se habia quitado los inestables zapatos de tacon y el bolso plateado habia desaparecido-. Se encuentra mal, pero creo que se repondra -me informo, con aire de estar disgustada con todo en general y conmigo en particular-. Aunque no sera gracias al imbecil de tu amigo.

– Me alegra oirlo.

– Vamos, acompana a Antonia a casa. Yo velare por el senor Leer.

– De acuerdo. -Me apoye contra la puerta, que al abrirse dejo entrar una rafaga de fresco aire de abril-. Sara -anadi, bajando la voz hasta casi tan solo mover los labios-, no he podido comentarte…

– Despues -me interrumpio, y me dio una patada con su descalzo pie derecho para que me marchase de una vez-. Ya me lo explicaras mas tarde.

– No me quedara otro remedio -le comente a la senorita Sloviak cuando nos apresurabamos bajo la lluvia hacia el frondoso extremo del campus en el que habia aparcado el coche. El aire era calido y olia a lilas, y mientras corriamos no pude menos que pensar que el repiqueteo de los tacones de la senorita Sloviak parecia el simbolo de una romantica fuga. Cuando llegamos al coche, fuimos directamente al maletero. Lo abri, y al ver su contenido parecio que los ojos iban a salirsele de las orbitas.

– He tenido un pequeno contratiempo -le explique-. Ya se que es un espectaculo horrible.

– Escuche -dijo la senorita Sloviak mientras sacaba su maleta de cuero de debajo de la tiesa cola de Doctor Dee-. Lo unico que… ?puaj…! Lo unico que quiero es regresar a casa y no volver a verle el pelo a ningun escritor en mi vida, ?de acuerdo?

– Se como se siente -dije mientras contemplabamos entristecidos el cadaver de Doctor Dee.

– ?Pobre bicho! -comento la senorita Sloviak al cabo de unos instantes. Apoyo la maleta en el borde del maletero, le quito el envoltorio de plastico y la abrio-. Pero sus ojos me dan escalofrios.

– Sara todavia no lo sabe -admiti-. No se lo he podido explicar.

– Bueno, por mi no se preocupe -dijo la senorita Sloviak mientras se quitaba los largos bucles negros y los guardaba en la maleta echandoles una ultima mirada con pesar, como un violinista que por la noche guarda su instrumento-. No voy a decir ni pio.

Segun se contaba, mamaba con tal avidez del pecho de mi madre que le produje un absceso en la delicada piel del pezon izquierdo. Mi abuela, que en aquella epoca era menos comprensiva de lo que seria despues, desaprobaba con dureza que mi madre se hubiese casado a los diecisiete anos y consiguio inculcarle la idea de que no estaba preparada para la maternidad; la incapacidad de su pecho para resistir el ardoroso envite de mis labios infantiles sumio a mi madre en la amargura. No acudio al medico con la prontitud con que hubiera debido hacerlo, y cuando mi padre la encontro desvanecida sobre el teclado del piano del hotel y la llevo al hospital del condado, ya se le habia extendido por la sangre una infeccion estafilococica. Murio el 18 de febrero de 1951, cinco semanas despues del parto, y, por tanto, no me acuerdo de ella. Si recuerdo, en cambio, algunas cosas de mi padre, George Tripp, llamado Pequeno George para distinguirlo de mi abuelo paterno, su tocayo, de quien por lo visto he heredado la complexion y los apetitos.

El Pequeno George se gano una triste fama en la zona del estado donde viviamos cuando mato a un joven que, entre otros potenciales logros, parecia llamado a convertirse en el primer judio licenciado por la Universidad de Coxley en sus ochenta anos de historia. Mi padre era policia. Mato al prometedor muchacho -hijo del propietario de los almacenes Glucksbringer de la calle Pickman, practicamente enfrente del Hotel McClelland- creyendo, sin demasiado fundamento, como se demostro despues, actuar en defensa propia frente a un asaltante armado. Mi padre regreso de Corea sin una tercera parte de su pierna derecha y carente tambien, diria yo, de otras extremidades fundamentales de su armazon espiritual; despues de su mortal error de juicio y subsiguiente suicidio se especulo mucho sobre su idoneidad para ser agente de la ley. Cuando lo llamaron a filas tenia fama de chiflado, y regreso a casa en medio de rumores que hablaban de desmoronamiento psiquico. Pero, como todas las ciudades pequenas, la nuestra poseia una casi infinita capacidad de perdon ante cualquier flaqueza personal de sus ciudadanos, y como el Viejo George habia sido el jefe de la policia local durante cuarenta anos, hasta que sufrio un fatal aneurisma mientras jugaba una partida de poquer en la trastienda de la Alibi Tavern, a mi padre se le permitio ir armado con un 38 y recorrer las calles a medianoche, a pesar de padecer el suplicio de la aparicion de susurrantes sombras en su vision periferica.

Todavia no habia cumplido cuatro anos cuando se suicido, y la mayor parte de los recuerdos que guardo de el son fragmentarios y azarosos. Recuerdo el vello rojizo de su venosa muneca, atrapado entre los eslabones de la cadena de su reloj; uno de sus paquetes de Pall Mall, rojo como un ranunculo, arrugado sobre el alfeizar de la ventana de su dormitorio; el repiqueteo de una bola de golf al entrar en una taza de te cuando ensayaba golpes cortos en el amplio recibidor del hotel. Y recuerdo una ocasion en que lo oi volver del trabajo. Como ya he explicado, tenia el turno de noche, de ocho a cuatro, y regresaba a casa en la oscuridad de la madrugada. Todos los dias mi padre desaparecia tras la puerta de su dormitorio cuando apenas empezaba a despertarme y reaparecia en el momento en que estaba a punto de acostarme; sus invisibles llegadas y partidas me resultaban tan llenas de misterio como una nevada o la vision de mi propia sangre. Una noche, sin embargo, estaba despierto y pude oir la risita de la campana plateada que habia encima de la puerta del hotel, los leves crujidos de la escalera de servicio, la airada tos de mi padre. Y lo siguiente que recuerdo es que estaba en el quicio de la puerta de su dormitorio, contemplando como el Pequeno George se desvestia. Antes pretendia -y asi solia explicarselo a mis amantes- que esos recuerdos correspondian a la noche en que mi padre se autoliquido. Pero lo cierto es que llevaba dos semanas suspendido de servicio, con derecho a paga, cuando hundio en su boca el azulado canon de su pistola reglamentaria. Asi que no se a que noche corresponden exactamente esos recuerdos, ni por que me quedaron grabados en lugar de cualesquiera otros. Tal vez sean de la noche en que mi padre mato a David Glucksbringer. Tal vez uno nunca olvida la vision de su propio padre desnudandose.

Me veo espiando a traves de la puerta entreabierta de su dormitorio, con la mejilla aplastada contra la fria moldura de roble, contemplando como aquel tipo grandote con uniforme azul que vivia en nuestro hotel, con su gorra como una enorme corona, sus amplias charreteras, su pesada placa dorada, las balas en su cinturon y una gruesa pistola negra, se transformaba en otra persona. Se quito la gorra y la dejo boca arriba sobre la comoda. Algunos finos mechones de cabello empapado en sudor que se le habian pegado a la gorra quedaron tiesos y se mecian como algas sobre su cabeza. Despreocupadamente lleno un vasito de whisky y se lo bebio de un trago mientras con la mano libre se desabrochaba y se quitaba la camisa de uniforme. Se sento en la cama para desatarse los cordones de los zapatos negros como ataudes, que despues lanzo a un rincon. Cuando volvio a ponerse en pie, parecia mas bajo, mas debil y muy fatigado. Se quito los pantalones, dejando a la vista la protesis de color naranja claro con su simulacro de discretos dedos y su complejo sistema de arneses de cuero. Creo que despues fue hasta la ventana de la habitacion y se quedo alli un rato, contemplando la desertica topografia del hielo sobre el cristal, la calle vacia, los maniquies con vestidos de primavera en el escaparate iluminado de los

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