Grady, ?por que…? ?De que ha muerto el pobre husky?
– Le pego un tiro James Leer -le explique mientras sacaba su maleta a cuadros y la dejaba en el suelo-. Fue un malentendido.
– Ese chico esta realmente mal -opino Tony-. Y ahora que tu amigo Crabtree se ha cruzado en su camino, va a estar mucho peor.
Saque la bolsa portatrajes de Crabtree y cerre el maletero.
– No estoy seguro de que eso sea posible -dije, pero no era cierto. En el fondo pensaba que James Leer todavia podia levantar cabeza, aunque, desde luego, no gracias a la ayuda de Terry Crabtree; claro que, si bien podia levantar cabeza, tambien podia ir a peor.
– Pero entonces, ?ese chico va armado? -pregunto Tony.
– Mas o menos -respondi. Sostuve la bolsa con la mano izquierda, meti la derecha en el bolsillo de mi chaqueta y saque la inmaculada pistolita-. Llevaba esto. De hecho, para serte sincero, hace unas horas lo sorprendi apuntandose a la sien con ella.
– ?Puedo echarle un vistazo? -Tony extendio la mano-. Por absurdo que parezca, todos mis hermanos coleccionan pistolas. -Se la di. Sombra contemplo con cierto interes como nos la pasabamos, pensando, como hacen siempre los perros, que tal vez fuera algo comestible-. Empunadura nacarada. Del veintidos. Creo que este modelo es de un solo disparo.
Eche un vistazo al porche, pero el anciano parecia haber decidido no esperar mas a su imprevisible hijo y habia entrado despues de apagar la luz exterior. Tambien el resto de las luces de la casa estaban apagadas. Ahora entendia por que la senorita Sloviak no parecia precisamente impaciente por regresar a su hogar. Tony levanto la vista de la pistola que tenia en la mano y meneo la cabeza.
– Es un simbolo.
– ?Que quieres decir?
– Bueno, es la clase de pistola que… no se, pongamos Bette Davis, llevaria en el bolso. -Sonrio-. Apuesto a que ese chico seria mucho mas feliz si pudiese ser Bette Davis pegandose un tiro en la sien en lugar de un chaval de labios gruesos con un apestoso abrigo viejo.
Tony cerro la mano sobre la pistola, parpadeo un par de veces con sus largas pestanas y cerro los ojos. Se llevo la pistola a los labios con delicadeza. Aunque ahora sabia que no estaba cargada, al verlo me asuste. Fue en ese momento cuando mi viejo y herrumbroso cerebro se percato de que aquella misma tarde James Leer, uno de mis estudiantes, habia intentado realmente suicidarse.
– Sera mejor que me marche -dije-. Creo que debo rescatar a James Leer.
Tony bajo la pistola y me la ofrecio. Le aparte la mano.
– Quedatela. Va con tu estilo.
– Gracias. -Contemplo la fachada oscura y con las contraventanas cerradas de la casa y fruncio el ceno-. Tal vez la necesite.
– ?Oh! -dije mientras buscaba las llaves del coche en el bolsillo de la chaqueta. Estaba seguro de que hacia solo un momento las tenia en la mano.
– Eh, ?sabes, Grady?, yo que tu me iria a casa -me aconsejo Tony mientras me metia en el coche-. Me parece que a quien tienes que rescatar es a ti.
– No es mala idea. -Cerre los ojos. Me imagine deteniendo el coche en el camino de acceso a mi casa cubierta de hiedra en la calle Denniston, colgando la chaqueta en la pilastra al pie de la barandilla, dejandome caer sobre el fragante revoltijo de mantas y sabanas de la cama siempre sin hacer. Entonces recorde que nada ni nadie me esperaba en casa. Abri los ojos de mala gana y asenti con la cabeza mirando a Tony. Empece a subir el cristal de la ventanilla, pero me detuve-. ?Oh, mierda, colega! -recorde de pronto-. Nos hemos olvidado de la jodida tuba.
– Quedatela -dijo. Alargo el brazo y me dio tres suaves cachetes en la mejilla, como quien palmea a un bebe-. Va con tu estilo.
– Muchas gracias -dije, y cerre la ventanilla. Mientras me apartaba del bordillo y enfilaba la calle Juniper, contemple por el retrovisor a Tony Sloviak, que subia con sus maletas por la larga escalera del porche de la casa de su padre, despues de cruzarse con la protectora Virgen, seguido de cerca por su pequena perra negra, que se dedicaba a mordisquearle los tobillos cada vez que daba un paso.
Crabtree y yo descubrimos el Hi-Hat durante una de sus primeras visitas a Pittsburgh, entre mi segundo y tercer matrimonio. Fue la ultima epoca gloriosa de nuestra amistad, de nuestros dias heroicos, antes de que las estrellas desaparecieran de ciertos firmamentos, cuando en los bosques, los descampados junto a las vias del tren y las esquinas sombrias del mundo todavia se escondian indios, locos poeticos y mujeres ingeniosas con ojos de reina de tarot. Entonces yo todavia era un ser monstruoso, un yeti, un engendro de los pantanos, el King Kong de desbordantes pectorales de la novela norteamericana. Llevaba el pelo largo y la balanza me adjudicaba unos poco esteticos pero llevaderos 105 kilos. No me privaba de nada, con la indisciplina propia de un chaval joven. Arrastraba mi enorme figura por los bares como un bailarin cubano con un cuchillo en la bota y un hibisco en la cinta del panama.
El Hi-Hat de Carl Franklin, o el Hat, como lo llamabamos los habituales, estaba en la zona de Hill, en un edificio destartalado de la avenida Centre, encajonado entre el escaparate tapado con maderas de un mayorista de pescado judio y una empresa de material medico en cuyos mugrientos escaparates se exhibia desde tiempos inmemoriales una familia de diminutos torsos que llevaban unas replicas exactas a escala de bragueros. En la parte que daba a la avenida tan solo habia una escalera de incendios y una placa oxidada en la que se leia FRANKLIN'S en letras entrelazadas. Para entrar habia que meterse en un callejon que daba a un pequeno aparcamiento, donde te topabas con un tipo enorme llamado Clement, cuya mision era echarte un vistazo, hacer una rapida valoracion de tu personalidad y darte una palmadita en la espalda si decidia que podias pasar. Cuando te lo encontrabas por primera vez no resultaba una persona muy agradable, impresion que no mejoraba con el tiempo. El propietario, Carl Franklin, era del barrio -habia crecido en la calle Conkling, a pocas manzanas de alli- y habia sido bateria en orquestas y pequenos grupos en los anos cincuenta y sesenta, incluyendo una de las ultimas formaciones de Duke Ellington. Despues regreso a casa y monto el Hi-Hat como club de jazz, con la intencion de atraer a una clientela elegante. En el local habia un maravilloso Steinway de cola y una preciosa barra acristalada, y las paredes todavia estaban llenas de fotografias de Billy Eckstine, Ben Webster, Erroll Garner, Sarah Vaughan…, pero hacia tiempo que el club se habia transformado en un ruidoso garito de
Recuerdo que llevaba unos tres meses arrastrando la desolacion de mi nueva vida como profesor de literatura en Pittsburgh, sin amigos, sumido en el aburrimiento y viviendo solo en un minusculo apartamento justo encima de un cafe ucraniano en el South Side, cuando hizo su aparicion Crabtree, ataviado con un abrigo de policia, de cuero y largo hasta las rodillas. Traia un poco de acido y los seis mil quinientos dolares de la indemnizacion pagada por una revista de moda masculina que habia decidido despedir al coordinador de las paginas literarias y prescindir de una vez por todas de esa nada rentable seccion. Me alegre muchisimo de verlo. Inmediatamente salimos a explorar los bares de mi nueva ciudad -Danny's, Jimmy Post's y La Rueda ya no existen- y aterrizamos en el Hat un sabado por la noche en que a los Blue Roosters, la banda del local en aquella epoca, se les unio en el escenario Rufus Thomas. No estabamos simplemente borrachos, sino colocadisimos, y por tanto nuestra primera impresion sobre el recibimiento deparado por el Hat y sobre lo bien que nos lo pasamos no era del todo fiable; estabamos convencidos de que todo el mundo nos queria, y recuerdo que nos parecio que Rufus cantaba la version francesa de la letra de «My Way» con la melodia de «Walkin' the Dog». En cierto momento de la velada, ademas, a uno de los clientes le dieron una brutal paliza en el callejon y entro de nuevo en el local tambaleandose y con una oreja medio arrancada colgando. Crabtree y yo, que nos habiamos atizado cuatro raciones de costillas a la barbacoa, nos pasamos una interminable media hora expulsandolas por turnos en el lavabo de caballeros. Desde entonces, habiamos vuelto por alli cada vez que Crabtree venia a la ciudad.
Eran aproximadamente las diez y media cuando entre en el Hat despues de someterme a la radiografica mirada de Clement. Me alegre de haberle dado a Tony Sloviak la pistolita; segun se decia, si intentabas entrar en el Hat con un arma, aunque la llevases oculta en lo mas recondito de tu anatomia, Clement se las arreglaria para localizarla y quitartela. La banda del local estaba en una pausa entre actuaciones y en la gramola sonaba Jimmie