– Son un buen alimento -le explique.

Aparque detras del Bug de Emily, bajo la intermitente sombra de un castano de Indias, y nos apeamos. El arbol debia de tener unos ochenta anos, y ya le habian brotado las hojas; en pocas semanas estaria cubierto de flores blancas. En el jardin delantero del Hotel McClelland tambien habia un castano de Indias igual de alto, rebosante de ramas y de forma ovalada. Mientras bajaba del coche senti un hormigueo en las mejillas, los oidos me zumbaban debido al viento y tenia el pelo echado hacia atras, como la tiesa cabellera de cromo de las figuritas ornamentales de los capos de ciertos automoviles. El tobillo se me habia quedado rigido durante el trayecto y resulto que a duras penas me podia mantener de pie.

– Echa un vistazo ahi -le dije a James, y senale el prado que habia detras del majestuoso y viejo arbol. En el asomaba un irregular circulo de piedras blanqueadas que parecia un monumento megalitico. Bajo cada una de las piedras, le explique a James, reposaba el esqueleto de uno de los animales de compania de la familia Warshaw, enterrados al modo egipcio junto con sus collarines de falsa pedreria, huesos de plastico o ratones de juguete. La mayoria de los nombres escritos en la piedra ya se habian borrado, pero todavia se podian leer las inscripciones sobre la ultima morada de Shlumper, Farfel y el gato Earmuffs. A un lado, apartada de las restantes, habia una enorme y erosionada piedra molar. Senalaba la tumba de un perro schnauzer que le regalaron a Emily para consolarla tras la muerte de su hermano mayor, que se ahogo el verano en que ella cumplio nueve anos. Emily insistio en llamar al perro igual que al muchacho, y, cuando el animal murio, su nombre, Sam, quedo escrito en la piedra, donde, aunque un poco borrado, continuaba siendo legible. Los huesos del otro Sam, el chico, yacian bajo una placa de bronce en el cementerio Beth Shalom, en North Hills, en la esquina entre la avenida Tristan y la calle Isolda.

– Yo de nino tenia peces -recordo James-. Pero cuando se morian, simplemente, los tirabamos al retrete.

– ?Oh, mierda! -dije-. ?Las flores para Emily!

Eche un vistazo al asiento trasero y descubri que durante el viaje el viento habia hecho volar hasta el ultimo petalo de las rosas. Debiamos de haber dejado un rastro de petalos por toda la autopista desde Pittsburgh hasta Kinship. No era mas que un ramo de seis dolares, apanado con un relleno de musgo y lilas, pero de todas formas su perdida hizo que me sintiera desconcertado y, en cierto modo, desarmado.

– ?Vaya! -exclamo James, que me miraba con una expresion a medio camino entre la lastima y la reprobacion, la tipica mirada que se le dedica a un borracho que al ponerse en pie comprueba que llevaba una hora sentado encima de su sombrero.

– Por aqui -le indique con un gesto vago. Lance el arruinado ramo sobre la tumba de Sam-. Y no olvides tu mochila.

Fui cojeando hasta la puerta del lavadero e hice pasar a James. Nadie entraba por la puerta principal. Atravesamos el calido y dulzon olor de la secadora y entramos en la cocina, rebosante de vapor. Descubri una mueca de decepcion en James. Supuse que esperaba encontrar una cocina rustica, con madera de pino, cacharros de cobre y cortinas de encaje en la ventana. Pero Irene la habia reformado en plenos anos setenta segun el gusto de la epoca, y era una autentica orgia de colores: dorados, verde aguacate y naranja oscuro; el acabado de los armarios era de formica de nogal, con recargados pomos dorados. Olia a mantequilla requemada y cebollitas caramelizadas, y se percibia tambien el intenso aroma, como de polvora, de los cigarrillos canadienses de Emily. Pero no habia ni rastro de ella. Irene y Marie, la esposa de Philly, estaban junto al horno, de espaldas a nosotros, echando bolas de matzoh [15] todavia crudo en una cacerola de hierro. Cuando entramos en la cocina, ambas se volvieron.

– ?Sorpresa! -dije, y pense que me sentiria fatal si Irene Warshaw no se alegraba de verme.

– ?Hola, hola! -me dijo a modo de saludo mientras me tendia los brazos y meneaba la cabeza con un gesto de incredulidad. Irene no era alta, pero pesaba sus buenos veinte kilos mas que yo, y cuando sacudia alguna de las partes de su cuerpo, las restantes tendian a sumarse al bamboleo. En el campo -y desde la jubilacion de Irv, hacia cinco anos, vivian practicamente siempre en el campo- procuraba vestir siguiendo en lo posible los modelos de Monet en Giverny, y llevaba un ancho sombrero de paja y un guardapolvo de batista azul con mangas amplias y largo hasta las rodillas. Era rubia natural, de manos y pies delicados, y en sus fotografias de juventud aparecia una chica de ojos burlones y sonrisa tragica, dos adjetivos que el curso de su vida se encargaria de intercambiar.

La bese en la suave mejilla. Cerre los ojos y apreto con fuerza mi frente contra sus labios. Desprendia un olor amargo e intenso, mezcla de aceite de cocina, jabon de tocador y vitamina B, de la que se tomaba diariamente una dosis de quinientos miligramos.

– ?Hola, carino! -dijo-. Me alegro mucho de verte.

– Y a mi me alegra oirlo -dije.

– Estaba segura de que vendrias.

– ?Como lo sabias?

– Lo sabia -respondio con un encogimiento de hombros.

– Irene, te presento a James Leer, un alumno mio. Es un escritor de mucho talento.

– ?Que maravilla! -dijo Irene, y alargo el brazo para tomar la palida mano de James.

A principios de los anos cuarenta, en el Carnegie Tech, Irene se habia especializado en literatura inglesa, y, a pesar de su prolongado trato conmigo, seguia teniendo en alta estima a los escritores. Tenia un gusto literario mas selectivo y refinado que Sara, y leia con mayor meticulosidad: releia, subrayaba frases, anotaba listas de personajes en las solapas y trazaba su arbol genealogico. De la pared de su estudio, sobre su escritorio, colgaba una severa fotografia de Lawrence Durrell, su escritor predilecto, con un sueter y rodeado de una espiral de humo de tabaco. Y en la cartera llevaba siempre un pedazo de un arrugado programa, rescatado de una papelera, en el que un aburrido John Updike habia dibujado, durante la ceremonia de entrega de premios de un certamen poetico, un incisivo cariado que le estaba matando. Hacia mucho tiempo que me beneficiaba de la buena consideracion que mi trabajo le merecia a Irene.

– ?Que tal estas, James? ?Eres escritor? ?Y has venido a celebrar el seder con nosotros?

– Yo… creo que si -respondio James, que trataba de esconderse en su mugriento abrigo negro. En el faldon se veia la mancha circular de azucar-. Quiero decir que si, si a ustedes les parece bien. Yo nunca…, uh, he…, ?se dice celebrado?, uno antes.

– ?Por supuesto que si! ?Por supuesto que si!

Irene arrugo la cara y mostro su mejor sonrisa de abuelita, pero vi que sus ojos azules, con los que escrutaba a James, eran frios como solo pueden serlo los de una abuela. James Leer tenia esa palidez y ese aire desgarbado que para una mujer de la edad de Irene denotaban constitucion enfermiza, onanismo, educacion defectuosa o desequilibrio mental. Pense que el haber crecido en una decada en la que la gente se pirraba por los tonos verde aguacate, naranja oscuro y dorado podia haber afectado el cerebro de James.

– Esta es Marie, mi nuera.

– ?Que tal, James? -le saludo Marie.

Nacida -eso me encantaba- durante una parada de emergencia para repostar carburante en la isla de Wake, pecosa, de caderas anchas, Marie, a diferencia de mi, se habia convertido al judaismo al casarse con un miembro de la familia Warshaw y, excepto por el hecho de no haber tenido hijos, se comportaba como una intachable nuera judia. En realidad, Marie era la mejor judia de la familia, mucho mas practicante que su marido o los padres de este. Los viernes por la noche se prendia un panuelito en el cabello para encender las velas, horneaba galletas triangulares cuando tocaba hacerlo y se sabia de memoria el himno de Israel en hebreo. Como muchos hijos de militares, tenia un natural abierto e imperturbable, idoneo para convivir con la familia de su marido, en la cual no habia dos personas de caracter o ADN similares y cuyos miembros no se parecian entre si mas que los diecisiete paises en que habia vivido Marie durante su infancia y adolescencia.

– Pareces cansado -me dijo, y me dio una palmadita en la mejilla.

– Trabajo mucho ultimamente -le explique. Me pregunte que sabria de lo ocurrido entre Emily y yo.

– ?Como va el libro?

– Bien, muy bien. Lo tengo casi acabado. -Llevaba diciendole lo mismo desde la epoca de su noviazgo con Philly-. ?Ya lo teneis todo preparado? Huele estupendamente.

– Mas o menos -intervino Irene-. ?Habia tanto que hacer! Marie me ha ayudado mucho. Y Emily tambien. -Me

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