– Yo tampoco -dijo.

– ?Grady! James! -Era Irene, que nos llamaba desde el porche-. ?Ya es hora de cenar!

– ?Enseguida vamos! -grito James-. Me parece que Philly no va a venir a encontrarse con nosotros aqui.

– Creo que no -dije-. Es duro ir de desmadrado y escaparse al jardin a fumar un porrete cuando uno es un hombre casado como el.

– Un marido.

– Un marido -repeti. Encendi el canuto y di una larga primera calada. Despues se lo pase a James-. Toma.

James dudo unos instantes, se acerco el canuto a la nariz y lo olfateo.

– ?Doy una calada?

– Venga.

– Vale. -Alzo el porro y me hizo un gesto con la cabeza, como si levantase un vaso de vino para proponer un brindis-. Por los hermanos Wonder. -Dio una larguisima y ambiciosa calada e inmediatamente empezo a toser-. Me pasa una cosa rara cuando fumo marihuana -se disculpo.

– ?Que?

– Me hace sentir como si todo hubiese sucedido hace cinco minutos.

– Y asi es.

Dio otra calada, mas breve, y espero un poco para espirar el humo. Miro la casa que habia construido Irv Warshaw, la enredadera que cubria el porche delantero, las siluetas que se movian detras de las ventanas iluminadas.

– Creo que en este momento soy feliz -dijo, como hablando consigo, con un tono de voz tan inexpresivo que no me moleste en replicar.

Como judia, Emily era una practicante tan solo ocasional. Durante nuestro matrimonio, mi percepcion como mero gentil de la sucesion de fiestas judias al hilo de su extrano calendario lunar, con sus normas peregrinas y su incomprensible significado, habia acabado por parecerse a la que tenia, como fanatico del beisbol, de los partidos del campeonato internacional de criquet. Pero siempre habia sentido cierta debilidad por la pascua. Me gustaba la impostura y astucia que implicaba la preparacion de los alimentos, la manera como el omnipresente «pan de la afliccion» se transformaba magicamente durante la celebracion de la pascua en algo diverso y sabroso -pastelitos de matzoh, relleno de matzoh, puding de matzoh y fideos-; algo parecido a lo que sucede con esos humildes pero ricos mamiferos de los que los indios aprovechan la carne, el pellejo, los huesos, las entranas y la grasa. Me gustaba el hecho de que la religion judia parecia, por regla general, haber dedicado grandes esfuerzos al arte de encontrar fisuras en sus absurdas reglas; me gustaba lo que eso parecia indicar acerca de su actitud respecto a Dios, el viejo aguafiestas dictatorial y arbitrario, con todas sus maldiciones, sus creaciones y su pasion por la carne asada a fuego eterno. Ademas de todo esto, con el paso de los anos acabe por percatarme de que me producia un intenso placer compartir aquella absurda comida a base de perejil, huesos, huevos duros, galletas y agua salada con un grupo de judios, tres de los cuales eran coreanos. Para mi suponia la confirmacion de que, aunque hubiese fracasado en todo lo demas, como minimo habia cumplido mi temprano sueno de marcharme muy lejos, si no fisica si al menos espiritualmente, de mi ciudad natal.

En la epoca de mi infancia, en esa ciudad solo habia siete judios. Los cinco miembros de la familia Glucksbringer: el anciano senor Louis P., que cuando yo era nino ya hacia mucho tiempo que se habia retirado a la seccion de sellos y monedas de los almacenes de la calle Pickman que habia fundado cincuenta anos atras; su hijo, Maurice; la esposa de Maurice, cuyo nombre he olvidado, y sus hijos, David y Leona. Estaba tambien el senor Kaplan, que compro la farmacia Weaver cuando yo iba al instituto, y una guapa mujer pelirroja, casada con uno de los profesores de Coxley, que acudia a la iglesia episcopaliana y celebraba las navidades, pero que se sabia que pertenecia a la familia Kaufmann de Pittsburgh. Hasta que un dia mi padre mato a David Glucksbringer y solo quedaron seis. A menudo me rondaba la idea de si no me habria casado con un miembro de la familia Warshaw en parte para compensar esa terrible perdida. Los Warshaw tambien habian perdido a un hijo, y el primer ano que me uni a ellos en la mesa del seder (Irv, Irene, Deborah, Emily, Phil y el tio Harry, el hermano de Irv, que murio al ano siguiente de cancer de prostata) ocupe la septima silla.

En aquella ocasion eramos ocho, lo cual implico sacarle las dos alas a la mesa, ya que, debido a un error de calculo arquitectonico de Irv, que Irene se encargaba de recordarle periodicamente, el comedor era demasiado pequeno para acogernos a todos. Irene tuvo que apartar los sofas, mesas de centro y lamparas de pie y apretarnos en la sala, que ocupaba toda la parte frontal de la casa, desde la ennegrecida chimenea de piedra hasta la empinada y torcida escalera que conducia a los dormitorios. Cuando se mudaron de la casa de la avenida Inverness, se trajeron todas sus pertenencias, y ahora se pasaban la mitad del tiempo recolocando los muebles y tropezando con los escabeles. Habian comprado muchos muebles de diseno danes moderno en la epoca de apogeo de este estilo, y todo era cristal, cuero negro y formas abstractas de teca y caoba, mientras que el acabado interior de la casa consistia en suelo de abeto y paredes de nudosa madera de pino, amarillenta y astillada. Irene siempre estaba amenazando con vender su mobiliario y comprar otro mas apropiado, pero ya llevaban cinco anos viviendo alli y no habian cambiado ni un simple cojin. Siempre pense que para Irene mantener la casa repleta de recuerdos de la epoca de Pittsburgh obedecia a razones sentimentales y era al mismo tiempo su manera de protestar por la mudanza.

Cuando James y yo entramos, Irv ya estaba sentado a la cabecera de la mesa, cerca de la chimenea, con un cojin del sofa en la silla, lo que le proporcionaba unos centimetros de elevacion. Philly, con una camisa almidonada con el boton superior desabrochado y el erizado cabello repeinado hacia atras a base de humedecerlo, ocupaba la silla situada a la izquierda de Irv. Ambos rebuscaban en una caja de zapatos llena de yarmulkas, esos gorritos que se ponen en la coronilla los judios, leyendo las inscripciones y tratando de recordar las ceremonias en las que se habian utilizado. Oi los nerviosos susurros de Marie e Irene en la cocina, tranquilizandose mutuamente. Pero de las dos hijas de los Warshaw no habia ni rastro. Debian de estar en el piso de arriba o en el exterior, hablando de sus cosas, conspirando o ayudandose a vestirse. Me estremeci ligeramente, lleno de malos presentimientos.

– Andrew… Ab… Andrew Abraham -deletreo Irv, que levantaba con el brazo extendido un gorrito purpura y escrutaba con el ceno fruncido la inscripcion semiborrada del forro-, no se que dia… de julio de 1964. De tu primo Andy.

– ?En serio?

– Chaval, lo recuerdo perfectamente. Fue en Buffalo. Habia miles de mosquitos. Dios mio, fue horrible.

Philly sonrio y movio las cejas a modo de saludo cuando James y yo nos sentamos a la mesa.

– Conque mosquitos, ?eh? -Introdujo la mano en la caja y saco un gorrito dorado-. ?Y se te metieron en la nariz? Odio que lo hagan. Eh, huespedes, ?como va eso?

– Hola -respondimos James y yo, mal sincronizados, y los tres estallamos en risas. Irv nos miro, perplejo, tratando de descifrar donde estaba la gracia. Tomo un par de gorritos y nos los ofrecio a James y a mi.

– En la nariz -dijo, mientras le daba a James un gorrito negro y a mi uno azul marino y escrutaba nuestros rostros con ojos de ingeniero-, en la boca, en las orejas… Fue horrible. Tomad, James, Grady.

– Gracias -dijo James. Examino su gorrito con una expresion mezcla de duda y respeto, como si Irv le hubiese entregado una tortita milagrosa en la que, segun alguna leyenda, hubiese aparecido el rostro de un santo.

– Phillip y Marie Warshaw -leyo Philly en el interior del gorrito dorado-. 11 de mayo de 1988. -Ladeo la cabeza y levanto la vista hacia el techo-. Creo que estuve presente. ?No fue en esa ocasion cuando el padre del novio y el tio de la novia se enzarzaron en una discusion sobre Arnold Shoneberger y se pusieron a gritar de tal manera que todos los bebes empezaron a llorar? Si, creo que fue entonces.

Dominando, no sin esfuerzo, el impulso de corregir el error de pronunciacion de Philly, Irv apoyo el menton en una de sus manos y no dijo nada. Toda su vida se habia preocupado por ganarse una reputacion de hombre mesurado y razonable, y sabia que le dolia recordar que su devocion por el compositor le habia hecho quedar como un tipo capaz de discutir acaloradamente con sus parientes politicos en plena boda.

– Bat mitzvah de… Osnat… Gleberman -lei, no sin dificultad, en el interior de mi pequeno gorro antes de ponermelo-. 17 de febrero de 1979.

– ?Osnat Gleberman? -pregunto Philly-. ?Quien demonios es?

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