– Posiblemente.

– ?Que decepcionante! -ironice.

Se froto la comisura de los labios con un nudillo para que no notase que mi broma no le hacia sonreir. Supuse que estaba demasiado cansado para hacerlo.

– ?Y mi amiga, Sara, sigue ahi fuera?

– No -respondio, y dejo que asomase en sus ojos un ligero brillo de lastima-. Dijo que tenia la casa llena de invitados.

– Tengo que verla -le asegure-. ?Me va a poner muchos problemas para dejarme marchar?

– Mmmm.

Repaso mentalmente mi caso durante unos segundos, sin necesidad de consultar las notas de la tablilla de aluminio, que ahora tenia bajo el brazo. Al final creo que baso su decision en la desesperacion de mi mirada.

– Le dire lo que vamos a hacer -dijo-. Dejare que se vaya con una condicion.

– ?Cual?

– Que sea la ultima estupidez que haga.

– Entonces, sera mejor que me vuelva a meter en la cama -dije. Esta vez no necesito llevarse el nudillo a la comisura de los labios-. Era una broma.

– Escuche -dijo. Volvio a consultar su reloj, ahora sin disimulos-. En realidad, no puedo retenerlo aqui si desea marcharse. Hablare con la enfermera. Voy a recetarle un tratamiento a base de ampicilina para la mordedura, ?de acuerdo? Pida la receta al salir y sigala al pie de la letra.

– Al pie de la letra -repeti-. Bueno, gracias por todo.

Pero el medico ya practicamente habia salido de la habitacion, en la que solo quedaban los ondulantes faldones de su bata. Un minuto despues entro una enfermera y me libero de mi cena intravenosa. Me puse mis mugrientos tejanos, la camisa, que apestaba a sudor, y la chaqueta de pana con el bolsillo agujereado. Fue al salir de la habitacion cuando descubri la identidad de mi silencioso companero de cuarto.

– No se olvide su tambor para encantar serpientes, o lo que sea, senor Tripp -dijo la enfermera.

Se trataba, evidentemente, de la negra y pesada sombra que me perseguia, mi Alecto [49] de laton, la Tuba digna de un relato de August Van Zorn. Bajo conmigo en el ascensor, me siguio por la recepcion hasta las puertas del hospital y se quedo contemplandome mientras calculaba la distancia que habia caminando hasta casa de Sara y me enfrentaba al para mi poco familiar ejercicio de tomar una decision. Si mi recien curado tobillo resistia, podia llegar en media hora. Pero una vez alli, ?que iba a decirle? Durante el ultimo fin de semana, al menos, dos cosas habian quedado claras para mi: la primera era que, con la vida que llevaba entonces, seria una irresponsabilidad introducir en ella a un bebe; la segunda era que, si Sara abortaba, nuestra relacion se iria a pique. Ella habia decidido -y supuse que resultaba comprensible- que aquel fuese el momento de la verdad en la hasta entonces imprecisa historia de nuestro amor; por tanto, o acababamos siendo los padres de nuestro hijo, o nos convertiriamos en un par de amargados ex amantes que al mirar atras se encontrarian con cinco anos perdidos en una relacion fracasada. Ya era mala suerte que mis poco atleticos espermatozoides, sometidos a una dieta de marihuana, se las hubiesen apanado para reunir fuerzas y emprender una ultima y descabellada incursion uterina, a consecuencia de la cual cinco maravillosos anos de amor, complicidad y estimulantes relaciones furtivas acababan convirtiendose en un referendum sobre mi idoneidad como padre. Era mala suerte, pero asi estaban las cosas.

Cambie la tuba de mano. Trate de imaginarme dentro de ocho meses, sosteniendo contra mi velludo pecho a una dulce criatura pecosa; una pequena quimera, con algo de Sara, algo mio y algo de azar genetico. Me imagine un bebe cabezon, de ojos hundidos, como los que representaba Edward Gorey, [50] embutido en un anticuado camison, con los punos cerrados y una naturaleza vandalica. Admitamos, me dije, para hacer las cosas mas simples, que traer al mundo a otro horrible mutante de la estirpe Tripp no tiene por que ser por definicion una mala idea. ?Como se las arregla uno para saber si realmente quiere tener un hijo o no? Durante todo el tiempo que Emily y yo estuvimos supuestamente tratando de conseguir que ella quedase encinta, jamas se me ocurrio preguntarme si realmente deseaba que nuestro empeno llegase a buen puerto; tal vez porque en el fondo estaba convencido de que ninguna relacion amorosa expuesta durante largo tiempo a las perniciosas radiaciones de mi caracter podia dar algun fruto. ?Se sentia la necesidad de tener un hijo? ?Consistia en una determinada forma de ansiedad fisica, de anhelo espiritual, de obsesivo hormigueo como el que se siente cuando a uno le amputan un miembro?

Volvi a entrar en la recepcion con la tuba y me dirigi al mostrador de informacion, atendido esa noche por una elegante mujer madura con una blusa a rayas. Tenia el cabello plateado y llevaba las unas pintadas y un broche con una esmeralda. Estaba leyendo la tercera novela de Q. -la protagonizada por el juez de primera instancia que es un obseso sexual- y parecia estar cautivada y horrorizada al mismo tiempo.

– ?Tienen ustedes, por casualidad, bebes en este hospital? -le pregunte cuando levanto la vista del libro-. Ya sabe, en esa sala donde uno los puede mirar a traves de un cristal.

– Bueno -dijo, dejando el libro-, si, tenemos una maternidad, pero no se…

– Es para un libro que estoy escribiendo.

– ?Oh! ?Es usted escritor? -me pregunto, interesada, pero mirando con suspicacia la tuba.

– Lo intento -respondi, y alce la tuba-, pero la sinfonica me quita muchisimo tiempo.

– ?En serio? Mi marido y yo fuimos el viernes pasado a ver Harold en Italie, ?que le parece la obra? Solemos ir a conciertos muy a menudo. Seguro que debemos haber visto…

– Bueno, es una orquesta de Ohio -dije-, la Filarmonica de Steubenville.

– ?Oh!

– Es una orquesta muy pequena. Tocamos mucho en bodas.

Ahora me miro con mas detenimiento. Como me habia saltado un boton, me cerre el cuello de la camisa con la mano y trate de poner cara de melomano.

– Quinta planta -dijo finalmente.

Asi que la tuba y yo fuimos a echar un vistazo a los bebes. Solo habia dos a la vista en aquel momento, tumbados en sus cunas de cristal como un par de retorcidos nabos gigantes. Habia un tipo, que supuse que seria el padre de uno de ellos, apoyado contra el cristal; era un hombre maduro como yo, con restos de serrin en los pantalones, el pelo engominado y un rostro grueso y medio adormecido de capataz de alguna fabrica. Su mirada pasaba continuamente de un bebe al otro y se mordisqueaba el labio como tratando de decidir en cual de los dos tendria que gastarse el dinero conseguido con el sudor de su frente. Por la expresion de su cara, parecia pensar que ninguno de ellos era precisamente una ganga; ambos tenian una cabeza que parecia abollada, la piel de color purpura y repleta de venas visibles a simple vista, y, por si fuera poco, no dejaban de agitar sus extremidades con movimientos espasmodicos, como si estuviesen luchando contra algun fantasma o invisible enemigo.

– ?Chico, como me gustaria tener uno de esos! -dije.

El tipo capto la ironia de mi tono, pero interpreto mal el comentario. Me miro, senalo con el pulgar hacia el bebe que no era el suyo y, con una media sonrisa, me dijo:

– Bueno, colega, tengo noticias para ti: ya lo tienes.

Algo mas de media hora despues llegue a una calle bordeada por frondosos arboles en el corazon de Point Breeze, donde en una epoca ya lejana los herederos de las grandes fortunas del acero y las especias jugaban sobre la hierba golpeando con mazos de oro pelotas que hacian pasar bajo aros de plata. Camine junto a una siniestra verja de hierro hasta llegar a la entrada de la residencia de los Gaskell. Era una noche de primavera fria en una ciudad fluvial al pie de las montanas. En el aire flotaba una ligera bruma. La luz de las farolas era debil y difusa, como si la hubiese retocado con el dedo un artista entusiasta del pastel y dado al sentimentalismo. Todavia llevaba conmigo la tuba, sin ningun motivo concreto, salvo el hecho de que en las presentes circunstancias era una agradable compania; lo cual es una manera de decir que era cuanto poseia. Todas las ventanas de la casa de los Gaskell estaban iluminadas, y mientras recorria el camino de acceso llego a mis oidos el suave tintineo de un vibrafono. No oi gritos ni otros sonidos humanos de juerga, lo cual, por otra parte, no me sorprendio en absoluto, ya que la fiesta de clausura del festival literario, se celebrase donde se celebrase, era, por lo general, un baile de supervivientes, con una escasa concurrencia de gente cansada y resacosa. Deposite la tuba en el suelo y llame al timbre.

Espere. El viento agito sonoramente las hojas de los arboles y dos segundos despues empezo a llover a cantaros. Llame con los nudillos. Probe con el pesado picaporte y descubri que la puerta no estaba cerrada. Al entrar, senti un estremecimiento de miedo.

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