comprometerle, y mas tarde descubri que el, sin saberlo, tiro aquella revista. Escondi el paquete de las cartas del zar en casa de otra amiga para salvarlas, pero ella fue arrestada, su hogar registrado una y otra vez hasta que finalmente ella, aterrorizada, quemo todas las cartas y las redujo a cenizas. «Perdoname, divina criatura, por haber alterado tu descanso», junto con todas las otras encantadoras frases que Niki habia robado de los clasicos o imaginado para mi con su propia inspiracion, todo habia desaparecido. Hasta la mas humilde de las criadas de las hijas de Niki, Elizaveta Nikolaievna Evesberg, se sintio obligada a quemar las notitas que las chicas habian dejado para ella y que habia conservado como recuerdo: «Elizaveta, me puedes coser este boton, gracias, Tatiana», porque era demasiado peligroso haber sido hasta la «sirvienta explotada» del Palacio de Invierno, demasiado peligroso conocer a cualquiera que conociera a algun Romanov. Y yo, por supuesto, conocia a muchos de ellos, y habia alardeado de esas relaciones.

El senor Faberge finalmente me pidio que fuera y sacara mis objetos de valor de sus cajas fuertes, ya que con toda aquella agitacion no podia garantizar su seguridad.

El edificio Faberge contaba con unas columnas de granito de un marron rojizo en la entrada. En una de ellas se habia grabado su nombre: la F, la A, la B de Faberge tan rectas y altas, con los bordes biselados tan precisos que parecian el unico fragmento de orden que quedaba ya en la capital. Pero en el interior del edificio todo era caos. Las vitrinas de cristal estaban vacias, y a traves de la puerta que daba al interior se veian cajas de embalaje abiertas y hombres inclinados sobre ellas metiendo objetos de valor entre serrin para ser enviados… ?enviados adonde? El propio Faberge me condujo a mi camara acorazada, con los mechones de cabello blanco casi de punta, como si estuviera alarmado, y su barba, cuando se volvio a hablar conmigo, tan blanca y fina como si fuese azucar hilado. «Mire, mire esto», me dijo con voz cascada, y se detuvo ante un cajon de embalaje a punto de cerrarse, abrio la tapa y saco de entre las virutas un huevo de piedra de un azul luminoso flotando entre un banco de nubes, el huevo imperial de Pascua que Niki queria regalarle a Alexandra la Pascua siguiente de 1917.

No se por que me enseno aquello, ni tampoco se que piedra daba a aquellas nubes su opalescencia lechosa, ni tampoco se que gema de un azul brillante era la que formaba el huevo en si, pero Faberge me dijo que llevaba un ano trabajando en aquel regalo, y que habia sido designado para honrar el cumpleanos del zarevich. El rostro de Faberge se sonrojo, bajo la vista, y mirandome a mi por encima de las delicadas aletas de su nariz y volviendo la vista a los huevos, empezo a ensalzar sus virtudes. Las lineas grabadas en la superficie del azul luminoso, dijo, bosquejaban las lineas de la longitud y latitud de la Tierra, y los diminutos diamantes incrustados a lo largo de esos radios hacian guinos como las constelaciones que resplandecian en el hemisferio norte el dia de principios de agosto que nacio el zarevich. Ese huevo marcaba la fortuna de su nacimiento, dijo Faberge, y esas estrellas contaban su destino: gobernar sobre una sexta parte del mundo. Faberge insinuo con sus dedos el disco de oro que como un anillo de Saturno habria rodeado aquel pequeno planeta, con su fina superficie tambien cubierta de diamantes incrustados. Habria sido el huevo mas magnifico, mas conmovedor, mas significativo jamas presentado al zar, y los ojos de Faberge estaban rebosantes de lagrimas porque la Revolucion habia frustrado la presentacion de su obra maestra. Ahora, su huevo seria enterrado en su caja de embalaje rellena de serrin, se cerraria la tapa, la caja se enviaria al olvido, entre el caos de este pais dejado de la mano de Dios, y acabaria en un tren requisado en el levantamiento de alguna provincia, en el humedo sotano de algun edificio municipal requisado, en la rustica choza de algun campesino, donde tendria que esperar a ser redescubierto.

No le dije: «Mi hijo nacio en junio. Si el mundo acaba por arreglarse, habra disenado las constelaciones erroneas para el zarevich».

En julio, una multitud de cincuenta mil simpatizantes de los bolcheviques (marineros de Kronstadt, trabajadores de Putilov con sus blusas azules de la fabrica y soldados) rodeo el palacio de Tauride, donde se reunia el Soviet, e intento obligarlo a tomar el poder del debil gobierno provisional, exclamando: «?Tomad el poder, cabrones! ?Todo el poder para el Soviet!». Entonces, frustrados al ver que Trotski y Chernov se negaban a hacerlo, diciendo que el tiempo de la Revolucion sovietica no habia llegado todavia, y ciertamente no lo decidirian las bayonetas en la calle, la multitud corrio por toda la ciudad atacando a los burzhoois, causando tales alteraciones que Kerenski temio que la derecha monarquica, indignada ante aquel tumulto y la incapacidad de controlarlo por parte del gobierno provisional, pudiese (raer a los ejercitos del frente, despues de todo, y hacer movimientos para reinstaurar al zar y el orden civil de ese regimen. Y por tanto, Kerenski emitio una serie de decretos prohibiendo las reuniones publicas, instaurando la pena de muerte para los desertores e insubordinados en el frente y prohibiendo los comites de soldados. Pero fue el reparto de folletos acusando a los bolcheviques de ser unos traidores, de que su movimiento estaba financiado por dinero aleman, con el objetivo de dar un vuelco a la Revolucion y a todas las nuevas libertades y obligar a Rusia a un tratado de paz humillante, lo que volvio a los trabajadores y las tropas contra ellos. Se emitieron ordenes de arresto para los lideres bolcheviques, y aquellos que no huyeron fueron encarcelados en la fortaleza de Pedro y Pablo junto con los oficiales lealistas corruptos del antiguo regimen que ya estaban alli. Esta subita oleada de sentimiento antibolchevique me favorecio inesperadamente, porque quiza significase que la familia real seria liberada tambien, y en esa nueva atmosfera, el publico empezo a agitarse en contra de los traidores que con sus sucias botas y su saliva manchada de tabaco iban pisoteando la casa de una prima ballerina, aunque esa ballerina fuese precisamente esa mujerzuela imperialista, la Kschessinska. Y por tanto, el gobierno provisional envio ocho carros armados y diversas baterias de artilleria por encima de los puentes a mi casa, y echo a los bolcheviques que quedaban.

En esa nueva atmosfera, el hermano de Sergio considero que era seguro que este volviese a Peter, y el vino de inmediato a verme al apartamento de mi hermano, conduciendo el unico coche que el gobierno provisional le habia permitido conservar, ?el, que en tiempos tenia media docena de vehiculos de motor! La artritis que a veces le atormentaba ahora habia hecho erupcion como una estrella pulsatil, abrasando todas sus articulaciones, y por eso entro cojeando en el vestibulo, donde le detuve para besar su barba, tan agreste como la de un campesino y mezclada con plata igual que el espumillon que cada ano colocabamos en los arboles de Navidad. Cuando le bese los dedos, vi que los nudillos estaban tan deformados que su anillo de insignia estaba colocado en un menique tan retorcido y enrojecido como una gamba hervida. Le quite el sombrero y de repente me encontre en el suelo con el entre las manos, como un plato gigante. Sergio se inclino torpemente e intento darme palmaditas en el hombro, pero no lo consiguio. Su mano rozo el aire, mi oreja. Yo le mire: ?habia perdido la vista, igual que todo lo demas? No. Sencillamente, de pronto, a los cuarenta y ocho anos, era un anciano. Ya lo sabia: no se me permitiria sentarme en el suelo, llorar por su sombrero como un plato y entregarle mis lagrimas.

Mientras que Sergio se habia vuelto a instalar en sus apartamentos del palacio Nuevo Mijailovich, donde el y su hermano Nicolas cenaban juntos todas las noches, yo todavia no habia podido volver a mi casa, que los bolcheviques habian hecho famosa y a la que para siempre se referirian en los libros de historia como el palacio Kschessinska. Pero al fin el gobierno provisional me devolvio las llaves, y con Iosif y Sergio y dos de los dragones leales (porque, como recordaran, no todos los soldados simpatizaban con la Revolucion) fuimos a la isla de Petrogrado en el coche de Sergio para evaluar el desastre.

Les voy a contar un poco el desastre, porque lo recuerdo con toda precision. Mi intimo saloncito Luis XVI habia sido despojado de todos sus muebles de epoca, y sus paredes forradas de seda ahora eran de un gris apagado, en lugar de amarillo claro, a causa del humo y la suciedad. Al parecer, los bolcheviques no tenian a nadie que les limpiara. Mi piano, inexplicablemente, habia acabado empujado por algun loco hasta el invernadero, donde, atrapado entre dos columnas blancas como un oficial entre dos hombres de su infanteria, no pudo ir mas alla. Mi invernadero mismo se habia convertido en un amasijo de plantas muertas, la fuente de marmol del centro en un retrete rodeado de palmeras marrones. Estaba claro que el suelo del comedor habia servido como escupidera para las cascaras de aquellas inevitables pipas de girasol. Las botellas de mi bodega, todas cuidadosamente seleccionadas por Andres, que era aficionado al vino, para su largo reposo, habian desaparecido todas; seguramente se las bebieron en el momento en que las descubrieron. Pero habia algunas provisiones en los armarios de la alacena. Los bolcheviques habian sido expulsados con demasiada rapidez para llevarselo todo, aunque lo habian intentado. Las escaleras que conducian a mi dormitorio estaban cubiertas de libros y folletos que alguien habia intentado trasladar antes de que los hombres abandonasen sus esperanzas de llevarse su literatura y decidieran, por el contrario, quemarla. En casi todas las chimeneas y estufas de la casa encontre una enorme pila de cenizas. La tinta manchaba la alfombra de mi dormitorio, y encontre colillas de cigarrillo y escupitajos manchados de tabaco como cucarachas en el fondo de la banera empotrada que yo, con mis delirios imperiales,

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