El sonrio.
– ?Y donde esta el que ha escrito esto? Expulsado de tu casa tan deprisa que ni siquiera tuvo tiempo de llevarse con el su gran discurso.
Pero el caso es que habia estado en mi casa. En 1905 no habia llegado tan lejos. En 1918 podia estar escribiendo en papel oficial, en lugar de escribir en libretas escolares, emitiendo sus propios ucases desde el escritorio del zar en el Palacio de Invierno, donde estaba ahora Kerenski. Pense: «Los Romanov no podeis imaginaros una Rusia sin vosotros». Mientras los Romanov que quedaban en Peter sonaban, en Siberia, con los enjambres de mosquitos en verano y el frio tan extremo en invierno que solo las pieles de reno podian ayudar a un hombre a soportarlo, Niki y su familia se encogerian hasta convertirse en unas figuras tan diminutas en el horizonte que finalmente ni siquiera se las podria ver, el «antiguo zar», con sus «antiguos hijos». En el entorno de Siberia sus guardias, borrachos de vodka y lejos de la razon moderadora de Kerenski, podian volverse muy hoscos por el aburrimiento de sus puestos ignominiosos, y nadie de la capital ni de la antigua corte, ningun Vladimirovich, ni Mijailovich, ni Alexandrovich oiria llorar a la familia real si sufrian. ?Y como oiria yo llorar a mi hijo si se lo llevaban mas alla de los Urales, atravesando miles de kilometros de estepa vacia, a cualquier pequena ciudad donde Kerenski considerase adecuado esconder a la familia? Ya veia los rios Tura y Tobol, las incontables verstas, una pradera en esta estacion pero una placa de hielo muy pronto. Y por tanto le dije a Sergio:
– Llevame a Tsarskoye. Vova no puede irse con ellos a Siberia.
A mitad de camino de la estacion Alexandrovski, junto a Tsarskoye Selo, nuestro tren, que habia abandonado la estacion Varsovia en Petersburgo a las ocho, con muchisimo tiempo para llegar a Tsarskoye antes de medianoche, inexplicablemente se detuvo en medio de la nada. Todos los trenes a Tsarskoye se habian detenido temporalmente, dijo nuestro conductor. Esperariamos. Una hora se convirtio en dos, antes de que Sergio y yo nos diesemos cuenta de que nuestro tren estaba retenido a proposito: el secreto de la partida del zar, el gran secreto de Kerenski, ya no era ningun secreto, y los trabajadores de ferrocarril radicalizados a lo largo de la linea de Varsovia, al oir los rumores, suspicaces, debieron de decidir negarse a permitir que llegase cualquier tren a Tsarskoye, sin duda para mantener apartados a todos los amigos de los Romanov hasta que partiese el tren elegido para llevarse a la familia. Y al darme cuenta de esto, empece a tirar de la manga de la guerrera de Sergio.
Bajamos desde la parte trasera del ultimo vagon hasta la gran llanura en la cual se encontraba Petersburgo. Esas verstas entre la capital y Tsarskoye eran una pequena coleccion de pueblos y fincas rusticas antes de llegar a Krasnoye Selo y al propio Tsarskoye. Era lo bastante tarde, incluso en el verano ruso, para que estuviese oscuro, y Sergio dirigia la marcha cuando empezamos a caminar hacia el pueblo por el que acababamos de pasar. Las ropas campesinas que nos habia conseguido mi hermano (un abrigo ligero y un panuelo para mi; un gorro blando, una blusa ancha y unos pantalones sueltos para Sergio) conseguirian, o eso esperaba al menos, que pareciesemos de esas personas que van a pie. Sergio iba cojeando delante de mi; su artritis, que le habia hinchado los nudillos, tambien le habia inflamado las articulaciones, de modo que se movia con cuidado, con la espalda encorvada. Al ir siguiendo las vias entre un espeso bosque de abetos, yo iba tropezando. Mi gracia y mi equilibrio no servian para nada en aquel suelo plagado de raices y agujeros. Al final encontramos una carretera de tierra con hondos surcos, y Sergio dijo que el pueblo estaba alli cerca y que debiamos apresurarnos. Cada pocos minutos yo interpelaba a Sergio para que mirase la hora, y el consultaba su reloj, que llevaba en su bolsa de cuero: las 10.30, las 10.42, las 10.56… Finalmente me dijo: «Mala, no me preguntes mas». Eran las 11.04 cuando aparecio un campesino que llevaba un caballo y una carreta de madera. Sergio se adelanto cojeando para darle el alto y yo contemple sus gestos. Los brazos de Sergio se movian; el campesino, sin gorra pero tocado con el tipico corte de pelo tipo tazon, meneaba la cabeza, agitando el flequillo y haciendo gestos hacia la parte trasera abierta de su carro. ?Se ofrecia a llevarnos, acaso? Sergio saco su bolsa. Habia oido que cuando Niki salia a caballo por aquellas carreteras del campo, cada tarde a las dos, se paraba y hablaba con los campesinos que pasaban, y que sabiendo que tenia esa costumbre, los campesinos de ese distrito y de mas alla se alineaban a ambos lados de la carretera para suplicar un favor al zar o para entregarle una peticion, sabiendo que a Nicolas le gustaba cumplir todas aquellas peticiones. A su padrecito zar le gustaban los suplicantes, le gustaba otorgar favores. Yo me acerque un poco mas. Sergio estaba colocando un monton de rublos en las callosas manos de aquel campesino. El hombre llevaba una blusa y unos pantalones casi identicos a los que le habia dado mi hermano a Sergio, pero estaban demasiado sucios para que los llevase alguien que simplemente interpretaba un papel. Tendriamos que haber pegado a la cara de Sergio una desgrenada barba de crin de caballo del trastero del Mariinski. Hasta el padre Gapon, escondido en Petersburgo despues del desastre del Domingo Sangriento, se las ingenio para cortarse el pelo, afeitarse la barba y pintarse la cara con maquillaje teatral para evitar ser descubierto y arrestado. Nosotros no habiamos tenido tiempo de crear la verosimilitud, aunque eso importaria mas tarde; por ahora, los rublos de Sergio eran lo bastante reales. El viejo campesino bajo al suelo y Sergio me hizo el gesto de que me acercase. Mientras me ayudaba a subir al pescante del conductor, el carretero permanecio inmovil, mirando sin ver la pequena fortuna que tenia entre sus manos. Seguramente el mundo se habia vuelto loco, cuando a uno le caian esas enormes sumas de dinero por una carreta medio podrida y un caballo derrengado. ?Era aquel el nuevo orden de las cosas?
Sergio lanzo un grito y agito las riendas para que el bamboleante caballo se diera la vuelta, tras alguna vacilacion, y salio hacia delante, luchando para poner en movimiento las enormes ruedas de la carreta de madera una vez mas. Sergio lanzo una maldicion y se inclino hacia delante y golpeo con fuerza la grupa del caballo. El animal resoplo, y su escroto se fue balanceando a cada pesado paso que daba. Por lo torcidas que tenia las patas y lo que sobresalian sus costillas me di cuenta de que avanzariamos muy lentos todo el camino hasta la estacion Alexandrovski. Me volvi para preguntarle al campesino si tenia otro caballo mas rapido, pero el hombre no estaba, habia desaparecido en el bosque que nos rodeaba con su recien conseguida riqueza antes de que cambiasemos de opinion y le registrasemos los bolsillos. Respire con fuerza. No llegariamos antes de medianoche. Tendriamos mucha suerte si llegabamos antes de que saliera el sol. Pero Sergio y yo no nos dijimos nada el uno al otro, nada en voz alta. Seguiriamos adelante, porque no habia ningun otro sitio adonde ir.
Cuando llegamos a Alexandrovski el cielo habia cambiado del color ebano al magenta y luego a ese verde marmoreo que precede al amanecer. La familia habia abordado un tren con destino al abismo de Siberia mas de cinco horas antes. La caseta de la estacion resplandecia en aquella casi luz, el edificio amarillo y blanco como un trozo del pastel amarillo y blanco del palacio Alexander, ahora vacio. Con las manos, codos y rodillas yo baje de un salto de la carreta, y Sergio tuvo que esforzarse para seguirme. Yo me dirigi a buen ritmo a las grandes puertas de la estacion, dos veces mas altas que un hombre, y desde alli a las vias, al otro lado. Detras de mi, Sergio me gritaba que Vova estaria bien, que el ya se enteraria de adonde habian enviado a la familia, que podriamos traerle de vuelta, pero el terror me habia dejado sorda. Andaba por el pequeno anden entre las dos vias para husmear el rastro de mi nino, dispuesta a tumbarme en las vias vacias que le habian apartado de mi. Pero, para mi asombro, el anden estaba repleto de gente.
En las vias esperaba un largo tren gris que ondeaba la bandera japonesa. Pero no era japones, sino un convoy corriente de pasajeros que llevaba un cartel donde ponia: MISION DE LA CRUZ ROJA, aunque no iba precisamente en mision de caridad. Su disfraz era mucho peor que el nuestro. Apelotonado en el anden se encontraba medio regimiento de soldados rusos con sus guerreras con botones de laton, los rifles colgados del hombro, dando largas caladas a sus cigarrillos. Los uniformes parecian nuevos, como si los hubieran confeccionado para aquella mision en particular. Sergio me puso una mano en el hombro y me hizo retroceder hasta una de las altas ventanas con muchos cristales de la estacion; mientras mirabamos desde aquel hueco, un oficial con la frente despejada y bigotito salio del tren y bajo al anden para hablar con los soldados.
– Es el coronel Kobilinski -me dijo Sergio, bajito-. Es un heroe de guerra, destinado a Tsarskoye para vigilar a la familia.
Aunque no alcance a oir lo que les decia Kobilinski a los hombres, estaba claro por su postura y por las actitudes relajadas de los soldados que la partida del tren no era inminente. De hecho, no habia ni el menor asomo de tension. La familia imperial no debia de encontrarse a bordo. Quiza ni siquiera hubiese abandonado aun el palacio. Me volvi a Sergio con aire interrogante, y el me dijo:
– Si Kobilkinsky sigue aqui, es que aun no se han ido.
Por algun maravilloso milagro, la familia debia de estar todavia en Tsarskoye. Luego me enteraria de que no habia sido ningun milagro. Los mismos trabajadores del ferrocarril revolucionarios que habian detenido todos los trenes se habian negado a cambiar de via y acoplar aquel, sospechando que querian sacar subrepticiamente al zar
