Manteniendo la cabeza baja, cruce el camino hasta la sombra de un arbol grueso y solitario, y los ojos del soldado pasaron sin detenerse por encima de mi, una don nadie con panuelo. Junto al primer camion se encontraba otro, donde ya se apilaban grandes maletas y cajas, y mas alla otro, este cargado de alfombras y muebles. Parecia que se iban a llevar hasta la ultima brizna de aquel palacio. No era simplemente el hecho de enviar a un antiguo zar al exilio: un convoy de camiones daba la vuelta al lateral del palacio. Los soldados se removian y tosian por todas partes, agachados en los escalones de piedra, apoyados en las columnas de palacio, andando por el suelo arenoso, al menos sesenta o setenta hombres con uniformes menos presentables aun que aquellos que habia visto antes, uniformes sin insignia alguna del zar, sin condecoraciones, ni cintas, ni medallas. Un gran grupo de soldados sudorosos alzaban docenas de baules y cajas y las colocaban en la parte de atras del camion vacio, como si intentaran abrirlas a golpes, mientras un hombre mas viejo, que me resultaba familiar (si, era el conde Beckendorff, miembro del sequito imperial, con sus altas botas pulidas, la barba blanca bien recortada) supervisaba desde la escalinata. Sergio me habia dicho que aunque Kerenski mantuvo en secreto ante sus ministros el destino exacto, la fecha de su partida y los miembros del sequito, la antigua corte del zar sabia exactamente quien de su sequito haria aquel viaje al este con el zar. La noticia habia viajado discretamente de un principe a otro a lo largo de los ultimos dias: la condesa Hendrikov, el principe Dolgoruki y el general Tatishelev irian ahora, la baronesa Buxhoeveden y el conde Beckendorff seguirian mas tarde. Tan emocionada estaba yo al ver un rostro familiar que, como una idiota, casi lo llamo en voz alta y corro a su lado para reclamar su ayuda. Pero yo sabia que el conde, como miembro del sequito del zar, era ahora tan prisionero como la familia imperial, y que yo no obtendria ventaja alguna en revelarme ante el. Los soldados metieron la ultima caja de embalaje en el camion y rodearon al conde, que saco algo de papel moneda de su bolsillo y se lo tendio. Uno de los soldados lo agarro de la mano del conde y mientras los hombres daban vueltas para repartirse la paga, «tres rublos por cabeza», oi que uno de ellos decia: «por el sudor de tres horas», y comprendi que el conde no supervisaba a los soldados sino que los habia sobornado para que siguieran sus ordenes.
El conde se retiro a la sala central, que, afortunadamente para mi, tenia unas puertaventanas que iban del suelo al techo, y pude verle mientras se desplazaba detras de aquellas ventanas entre diversas figuras, algunas de las cuales empezaron a salir hacia la puerta principal. Eran sirvientes de mayor rango, los que acompanarian a la familia en su huida: los ayudas de camara, la doncella, los lacayos, los cocineros y los pinches, el sumiller. Tras recibir una orden gritada por un soldado, subieron a la parte trasera de uno de los camiones vacios, los hombres ayudaron a las mujeres y se sentaron en los bancos de madera.
Entonces se oyo el sonido de unos cascos apagados sobre la hierba, y una figura negra, luego cinco y luego otras cinco cargaron por encima de una elevacion pequena. Los cosacos de Niki llevaban sus monturas hacia el patio desde sus barracones en el Fiodorovski Gorodok. Conte veinticinco cosacos en total. ?Venian a salvar al zar? Tenian un aspecto temible, con sus bigotes encerados acuchillando sus mejillas, largas casacas rojas adornadas con plata, los altos y negros
Pero no ocurrio nada de todo aquello. Ni remotamente. Los soldados, en lugar de aprestarse a defenderse de la horda que se acercaba, apenas levantaron la vista. Y los cosacos fueron deteniendo sus caballos hasta dejarlos al paso, con los
Dos Rolls-Royce corrieron junto a la fila de jinetes y reconoci el primero como el del propio zar; mientras pasaba, vi a Kerenski sentado en su interior. Yo conocia su cara, con la bulbosa nariz y el pelo como un matorral, aunque nunca le habia visto en persona, solo en las fotos que habia repartido por todas partes, como para decirle al pueblo, como habian hecho en tiempos los zares: «Conocedme, queredme». Salio del Rolls (?el nuevo lider llegaba para dispensar a su predecesor un educado adios?) y luego salio otro hombre. Le reconoci tambien: era el hermano del zar, Miguel. El gran duque debia de estar alli para despedirse, y Kerenski actuaria como testigo, a menos que Miguel se fuera con la familia. Pero ?por que iba a irse con ellos? Habia sido zar solo durante tres dias, y Kerenski, segun decian, estaba tan encantado con el abortado mandato del gran duque que habia llamado «patriota» a Miguel. ?Que atrevimiento! Otro hombre los siguio por las escaleras hacia el palacio. Era el oficial de la estacion, el coronel Kobilinski.
Miguel entro en el palacio, pero Kobilinski se quedo en los escalones para supervisar a sus soldados, que le miraron pero no se pusieron firmes ni saludaron. El hizo un gesto adusto. Ocho soldados finalmente se movieron y subieron a los camiones para arrancar los motores. Los cambios de marchas protestaron cuando los conductores empezaron a pelearse con la transmision, y luego, despues de unos cuantos intentos fallidos, se dirigieron hacia las puertas, y los sirvientes se agarraron unos a otros sentados en sus bancos, las cajas traqueteantes. La evacuacion habia empezado.
Miguel volvio a salir con Kerenski, con la cabeza gacha, la mano encima de los ojos… ?Que ocultaba, sus lagrimas? ?El alivio ante el destino que evitaba para si, con su acto de «patriotismo», el destino al que se enfrentaba ahora su hermano, el zar? Kobilinski estrecho la mano de Kerenski y la de Miguel, y cerro la portezuela del coche tras ellos; el vehiculo describio un lento circulo, encaro la avenida y se fue.
Kobilinski espero hasta que las puertas se cerraron de nuevo e hizo senas a los soldados de que formasen un cordon en torno a los pocos coches que quedaban. Los soldados, de mala gana, formaron un semicirculo asimetrico en torno al perimetro y dos hileras desiguales desde el ultimo escalon hasta los coches. Varios de los cosacos intercambiaron miradas ante aquella formacion tan desalinada, y yo comprendi que, desalinada o no, aquella era la guardia de honor por entre la cual debia pasar la familia imperial, y que debia dirigirme al interior el palacio, rapidamente, ya, y solicitar despedirme en privado de Vova antes de que se llenaran aquellos coches. Me aleje del arbol y me dirigi hacia el palacio. Pero habia esperado demasiado.
Procedentes del salon circular del palacio Alexander y bajando las escaleras de piedra aparecieron la hijas de Niki, flanqueadas por el coronel Kobilinski. Las chicas llevaban todas sombreros de paja negra de ala ancha y supuse que pelucas, porque el pelo que les habian afeitado en marzo no les podia haber crecido tanto, y con sus camisas blancas y sus faldas largas de
El coronel hizo entrar a Olga Nikolaievna en el primer coche abierto, y las otras tres chicas, junto con una mujer que debia de ser la condesa Hendrikov -la unica mujer de la corte que iba a hacer el viaje en aquella ocasion-, en el segundo. Entonces llegaron los chicos, los dos, altos y delgados, con sus cuerpos adolescentes, el pelo corto con el mismo estilo poco favorecedor, con un flequillo corto en la frente. Vova. El hombre que los custodiaba desde la casa no parecia ser un soldado revolucionario, sino una especie de ayuda de camara con traje de marinero, uno de los nineros, el
