del pais, un hecho que estaban decididos a evitar: el zar era prisionero de los revolucionarios, tenia que someterse a juicio, no acabaria pasando la vida en un comodo exilio. Le habia costado a Kerenski hacer muchas llamadas a las estaciones, gritando ante el receptor con su voz retumbante y excitable, hasta convencer n aquellos hombres, que habian adquirido el nuevo habito de cuestionar toda autoridad y no respetar ninguna.
– Tenemos que irnos -me dijo Sergio, bajito.
Las calles de la ciudad de Tsarskoye estaban tranquilas. En nuestro carro pasamos junto a las vias de ferrocarril, los almacenes y los mataderos, la catedral, la comisaria de policia, la oficina de correos, todos los edificios municipales que hacian que la pequena ciudad se moviese con tanta eficiencia como cuando el zar todavia era zar. Sergio conocia muy bien aquellas calles: Malaya, Kolpinskaya, Stredniaya, Sadoivaya, Dvortsovaya… -ya que habia viajado por todas ellas en su Rolls-Royce en dias mas felices, siguiendo al zar con el resto de la corte- y todas por las que ibamos yacian como un delantal bien planchado, con las ataduras limpiamente colocadas frente al enorme complejo de Tsarskoye Selo, el pueblo del zar. Las imponentes mansiones de la antigua corte formaban un silencioso regimiento de honor, formado a nuestro paso. Yo rogue que no nos encontrasemos con la familia y su sequito corriendo como un bolido en direccion contraria a la nuestra con sus coches, hacia la estacion de ferrocarril. Antes de que hubiese podido levantar la mano o gritar un nombre ellos se habrian ido, y se llevarian a Vova de mi lado otra vez, como en una broma cruel.
Sergio empezo a tramar en voz alta un plan para rescatar a Vova, coreografiando entradas veloces, fintas, maniobras de flanqueo, pero igual que todos los planes de combate de Rusia, los suyos fiaban mas en la fantasia que en la realidad. Sobrestimaban nuestras fuerzas, y subestimaban de una manera fatal las del enemigo. Finalmente le hice callar.
– Somos dos. ?Te das cuenta de lo que dices?
Sergio empezo a protestar y acabo por quedar silencioso.
Las ruedas de la carreta gemian y sonaban como si se fueran a partir.
– Escuchame -le rogue-, si hubiese cincuenta soldados en la estacion, habra cien mas en Tsarskoye que no sienten ningun carino por los Romanov. Si te ven, te reconoceran y creeran que formas parte de una conspiracion para salvar al zar. Te podrian arrestar, o incluso dispararte.
O, y eso no lo dije, podian lincharle en el acto, rabiosos todavia por la escasez de municion en la guerra en la que habian servido; el linchamiento se habia convertido en una practica demasiado comun en Peter. Se habria linchado a diez mil personas solo hasta finales de aquel ano. Una multitud capturaba a un ladron y le cortaban las manos, cogian a un asesino y lo arrojaban al Neva y le disparaban cuando intentaba salir, agarraban a un
Vi que Sergio miraba fijamente al frente, con la mandibula tensa.
– Esos hombres no han asistido al ballet en su vida. Para ellos no sere mas que una vieja cualquiera. Quiza no se fijen en una vieja.
La verja negra de hierro forjado que rodeaba el Pueblo del Zar se alzo repentinamente ante nosotros, y Sergio paro el carro en la Dvortsovaya, no lejos del inicio de la corta avenida que conducia hacia las puertas del palacio. Oia el rumor de las hojas de los arboles muy por encima de mi, como manos que barajaran cartas, y ese viento tambien me traia el suave aroma de las lilas plantadas por media docena de emperatrices en el transcurso de dos siglos. La ultima vez que estuve alli era invierno y los copos de nieve flotaban en espiral como insectos de hielo en torno a las farolas muy altas, a ambos lados de las puertas del palacio. Yo deje a mi hijo en Tsarskoye en marzo, pero ahora, en agosto, no podia dejarlo de ninguna manera.
Hasta aquel momento mi mente se habia representado el peor destino imaginable para Vova una y otra vez, como si fuera un disco de gramofono rayado, pero la aguja se acababa de levantar y la inseguridad llenaba el vacio. Habria guardias en la puerta. ?Que podia decirles para convencerlos de que dejasen libre a un miembro del sequito del zar? ?Y si Niki no tenia intencion alguna de dejarle ir? Empezo a formarse en mi una idea, que en si misma era tan estupidamente sencilla como complicados eran los planes de batalla de Sergei: me limitaria a pedir permiso para despedirme de mi hijo. Seguramente le concederian eso a una anciana. Pero a partir de ahi, ?que? No importaba. Lo unico que tenia que hacer era entrar. El final vendria solo. Yo solo tenia que inventar el principio, y el principio se encontraba delante de mi. Ante el cielo rosado, detras de los abedules que se alineaban a ambos lados de la carretera, veia la parte superior del palacio amarillo y blanco.
Cuando baje del carro Sergio me dijo:
–
Y yo asenti. Si, le llamaria si me enfrentaba a algun peligro.
Fui andando a lo largo de la verja negra, y como dice el refran ruso, me sentia tan sola como una hoja de hierba en un campo. Dos camiones cargados de soldados pasaron ruidosamente a mi lado y dieron la vuelta, deteniendose ante las dos puertas cerradas. Sabia que venian a escoltar a la familia hacia el tren, y se me cerro la garganta. El camion era abierto, y en la parte de atras iban los soldados de la estacion. Como estaba muy cerca, vi que los uniformes no les quedaban bien, que los botones del cuello los llevaban desabrochados y las camisas sin meter en la cintura. Algunos de ellos parecian solo unos pocos anos mayores que Vova, pero la combinacion de sus rifles y su juventud me inquietaba mucho. Los jovenes tienen poco apego por el pasado, por la historia de sus padres. Las puertas, cada una de ellas adornada con una enorme guirnalda de acero forjado, se abrieron de par en par se adelanto un centinela que saludo a los de los camiones y luego volvio a cerrar las puertas con un chasquido duro e implacable.
Alli los arboles clareaban, y pude ver claramente a traves de los barrotes de hierro la avenida que se elevaba ligeramente en su breve recorrido desde la puerta de la verja al patio del palacio. Los camiones llegaron atronando al patio y se detuvieron, y solo veia ya las cabezas de los soldados que rebotaban, sin cuerpo alguno, mientras iban saltando de los camiones al suelo, con los rifles flotando tras ellos. Un terror espantoso me habia llevado hasta aquellas puertas, y si la oportunidad se presentaba, yo esperaba que Dios me diera una senal. Pero ?de parte de quien estaba Dios en aquel momento? No de la de Niki, por lo que parecia. Y yo habia pasado muchos anos ligando mi destino al suyo.
El viento susurraba en los arboles y aquel sonido llevaba consigo un escalofrio, y yo tambien lo senti al ver la masa de figuras oscuras que iban avanzando por el patio. ?Quienes serian? ?Los muertos que huian de un imperio moribundo? Si. Cuando la masa empezo a bajar por la avenida, hacia las puertas, vi por sus largos abrigos oscuros y sus sombreros que eran los sirvientes de categoria inferior, los que habian llamado poco la atencion pero eran necesarios para el funcionamiento correcto del palacio. Los habian despedido. No harian aquel viaje con el zar y su familia, esos
Sono una bocina detras de mi y me sobresalte. Me volvi y vi a un soldado sonriente que hacia girar otro camion en la avenida. Freno, luego llevo un poco su vehiculo hacia delante, inclinandose sobre el claxon y agitando el brazo por fuera de la ventanilla, alternativamente, y gritando para que el grupo de sirvientes se apartara de su camino. Los centinelas se acercaron para ayudarle, despejando el paseo con un empujon por aqui y otro por alla, y entonces vi mi oportunidad. Con una rapida mirada hacia atras a Sergio, que observaba atentamente junto al carro, segui al camion a traves de las puertas. Y asi de facil me converti en uno de ellos. Una sirvienta de la corte. ?No era eso lo que habia sido toda mi vida?
Pero yo me movia en el sentido contrario de la multitud, y por tanto fingi que buscaba algo que se me habia caido, y mentalmente pense que era una hebilla de plata. Ante mi veia gran parte del patio, los amplios escalones de piedra gris que conducian al palacio, tres coches que esperaban, largos automoviles de turismo hechos especialmente para el emperador por Delauney-Belleville, un modelo que la firma francesa apodaba
