Pero hasta principios de septiembre Vova y yo no conseguimos permiso de Kerenski para abandonar la capital, y mientras Sergio acordo que yo fuese a Kislovodsk, a mil seiscientos kilometros al sur de la capital, donde al menos tendriamos a los Vladimirovich para ayudarnos, ya que el no vendria con nosotros y no pude convencerle de que lo hiciera.

– Algunos adultos tienen que quedarse en la capital -dijo-, mientras los ninos intentan gobernar Rusia.

Si la suerte daba un vuelco, tenian que quedar unos pocos Romanov para recibirla. Si ocurria tal cosa, Vova y yo podriamos volver. Y si no ocurria, Sergio se uniria a nosotros en el sur y podriamos ir a su propiedad de Crimea o al Caucaso, en Georgia, a Borjomi.

Dijimos adios a Sergio el ultimo dia de septiembre de 1917 en la estacion Nikolaievski, la estacion que habia recibido su nombre por Nicolas I, el Zar de Hierro, que habia creado la policia secreta y gobernado Rusia con puno de hierro durante treinta anos. ?No se habria reido, incredulo, al vernos huir de una legion de campesinos y obreros? En la estacion, los ayudantes estaban junto a las puertas del tren y unos mozos con grandes gorras de piel y botas altas recogian los equipajes, y trabajadores con chaquetas de borreguillo y botas de fieltro se desplazaban junto a las vias, cargando el equipaje o enganchando los vagones. Llovia y estaba oscuro, y Sergio se sento con nosotros en un sofa en la sala de espera de primera clase, con su grueso capote militar sin charreteras. Supuse que ahora Kerenski estaria usando la sala de espera imperial con su sequito (sala de espera, comedor y dormitorio), donde descansaba o comia o dormia la familia imperial, y donde el emperador Kerenski podria hacer ahora lo mismo. Cuando volvio a Peter de un viaje al frente, oi decir, insistio en que le recibiera en la estacion una guardia de honor, como a los zares. Un tren silbo en alguna parte por las vias, y pronto notamos bajo nuestros pies el temblor que significaba que estaba llegando. El jefe de estacion permanecia en el anden con unos pocos campesinos con sus gorros picudos y sus largas barbas grasientas. Un chico vendia kvass, una mujer metia un samovar en un vagon. Todo igual que dos o tres anos atras, antes de la guerra, cuando todavia teniamos un zar.

Sono una campana y Sergio nos escolto desde la sala de espera y nos ayudo a subir el alto pescante hasta el tren, y luego recorrer el estrecho pasillo hasta nuestro compartimento, donde yo tome asiento junto a la ventanilla y Vova a mi lado. Sergio fumaba compulsivamente un cigarrillo tras otro, sacando uno de su pitillera antes de haber exhalado del todo el humo del anterior. En el compartimento hacia calor, un calor humedo, y luego cuando se disipo la bocanada de calor, poco a poco se fue quedando frio hasta que la rafaga siguiente calento de nuevo el vagon. Cuando sono la segunda campana, Sergio tiro su ultimo cigarrillo y se inclino a besar a Vova, que apreto sus labios contra los de Sergio, y luego Sergio y yo nos besamos en las mejillas. Me averguenza recordar que yo estaba temblando. Aun teniamos que viajar seis dias pasando por Tver, Moscu, Bobriki, construido en el feudo del conde Bobrinsky y pasar por el territorio que Kerenski habia considerado demasiado peligroso para que viajase por el el zar -de hecho, nos detendria nada mas pasar Moscu una multitud de desertores que declararon que todos eramos «libres», aunque tendriamos que atrincherarnos en nuestro compartimento para protegernos del ejercicio de su libertad-. Luego pasariamos por Voronezh, Rostov del Don y finalmente, dos mil doscientos kilometros mas tarde, Kislovodsk, al pie de las montanas del Caucaso.

– Cuando volvamos a vernos, Mala -me dijo Sergio al oido-, nos casaremos.

Y asi fue como supe que aquel nuevo mundo, le ocurriera lo que le ocurriese, habia cambiado irrevocablemente el antiguo. Seis meses de Revolucion me habian concedido lo que mis veinticinco anos de discusiones no habian conseguido. Sono un silbato. Agarre la manga de la chaqueta de lana de Sergio. El tren que estaba en la via antes que el nuestro empezo a avanzar, sus ruedas y pistones de hierro y engranajes empezaron a girar, y nuestro convoy partiria a continuacion. Con la tercera campana, Sergio se fue; una rafaga de aire frio sello su partida, y entonces Vova senalo con el dedo la figura de Sergio de pie en el anden una vez mas para vernos partir. Tenia la cara tan triste que yo pense para mi que debiamos bajar de aquel tren y esperarle en Petrogrado hasta que el reino fuese restaurado, o hasta que tuviesemos la seguridad de que no quedaba ya nada de los trescientos anos de dominio de los Romanov sobre las tierras y riquezas de Todas las Rusias. Pero no salimos. Me quede en mi asiento de muelles, con la mano de mi hijo en mi hombro, mientras el miraba por la ventanilla, a mi lado. Nuestro tren empezo a moverse con muchos golpes y sacudidas y chirridos. Yo me santigue y luego toque con los dedos enguantados el cristal para rodear la triste cara de Sergio hasta que se volvio demasiado pequena para verla, y solo entonces, cuando su rostro se desvanecio de mi alcance, comprendi que le amaba.

Aguas amargas

Al sur de Rusia acudieron en masa con nosotros miembros de los Romanov, boyardos, familias de banqueros, magnates del petroleo, artistas de teatro… todo Peter parecia haberse vaciado en Kiev, en Ucrania o en Crimea, o alli, en el Caucaso. Kislovodsk, o Aguas Amargas, era una ciudad balnearia, uno de los tres centros balnearios famosos, Kislovodsk, Yessentuki y Piatigorsk, colocados a lo largo de los rios Oljovka y Bersvka, conocidos por sus curativas fuentes minerales y sus modernos banos. Kislovodsk se encontraba en un valle al norte de las grandes montanas del Caucaso, y Georgia, donde Sergio habia vivido de nino, se hallaba en el otro lado de aquellas montanas, al sur, mas cerca de Turquia y Persia, en la region asiatica de Rusia, y alli fue donde llegue a aspirar el perfume de la ninez de Sergio. Aunque los Mijailovich quiza no fueran armenios, ni persas, ni chechenos, ni abjazos, y aunque quiza no vistiesen chojas, esos sobretodos largos con falda de los georgianos, con una faja para meter las balas, durante veinte anos habian inhalado la fragancia amaderada de aquel lugar, y por tanto no eran petersburgueses del todo, algo que ya habian husmeado los Romanov. Mejor para ellos.

Andres vino a recibirnos cuando nuestro tren llego a Kislovodsk, vestido con un papakhii, que, cuando se quito, expuso su craneo medio calvo; nos besamos en las mejillas. Iba bien afeitado, de modo que cuando retrocedi vi perfectamente la debil barbilla que no habia visto desde hacia medio ano o mas aun. No le habia echado de menos ni a el ni la barbilla. Nos llevo a comer a un restaurante al aire libre, y recuerdo que nos sentamos a una mesa bajo una pergola con un emparrado, y las grandes y planas hojas de la parra formaban una marana de retazos sobre nosotros, y mientras Andres hablaba, mi hijo y yo nos quedamos silenciosos. Yo veia que Vova, lentamente, vacilante, desdoblaba su servilleta de lino en el regazo… ?acaso no recordaba como se hacia aquel gesto delicado? Andres coloco su encendedor enjoyado encima de la mesa y nos pidio unos cuantos platos locales: jachapuri (tortas de queso) y shashlik (kebabs de cordero). Mientras comiamos, Andres iba fumando entre plato y plato, tocaba una pequena banda y luego, inesperadamente, un nino unos pocos anos menor que Vova se levanto de su mesa y empezo a bailar. Reconoci su baile: la lezginka, una danza caucasiana que mi hermano Iosif me habia ensenado anos antes para una actuacion en Krasnoye Selo. ?Quien habria pensado que veria un ejemplo de aquel baile alli, realizado en su tierra nativa, por un muchacho que no era ninguno de los bailarines del zar? El chico imitaba a un aguila, haciendo movimientos de aleteo con los brazos mientras daba pasitos pequenos, ligeros, como de pajaro, y luego caia de rodillas y se levantaba rapidamente de nuevo, como un ave que emprende el vuelo. Al final de su actuacion, todos nosotros y los demas comensales brindamos con el con nuestra vodka y conac, «a tu salud». Pero yo tambien brinde por el espiritu de aquel lugar, donde la gente no estaba tan rota como para no poder bailar.

Pasamos aquella primera noche en unas habitaciones que nos habia encontrado Andres, y cuando Vova se hubo ido a dormir, Andres me busco la mano. Yo la retire, y Andres bajo los ojos. Comprendio. Estoy segura, sin embargo, de que creia que era porque no tenia dinero para mantenernos, ya que dependia por entero de su madre, pero no era por eso. ?Cuando no habia sido dependiente de su madre? Eso yo podia soportarlo, porque, ?acaso no dependia yo misma de la fortuna de los Romanov? No, quiza lo que pasaba es que la oportunista ya no disfrutaba al ver su propio reflejo. Al dia siguiente busque en la bolsa llena de joyas que me habia llevado, entre ellas la diadema con zafiros en cabujon que Andres habia hecho fabricar para mi en Faberge para el ballet La Nuit egyptienne; el brazalete de esmeraldas y diamantes que el zar me habia regalado cuando me cortejaba al principio, en 1891; los diamantes amarillos de varios tamanos de los muchos que Sergio puso en un pequeno joyero para mi vigesimo tributo, en 1911; los diamantes del tamano de nueces del collar del zar, aquel con el que Nicolas habia marcado nuestra consumacion en 1892. Use primero la joya que menos me gustaba, el gran cabujon de zafiro del broche de serpiente que me habian regalado el zar y la

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