miraba a la cara para ver si estaba entre ellos. Desde la ventanilla de mi compartimento, cada dia, veia los cadaveres de las victimas del tifus que sacaban de los trenes que llegaban, los echaban sin ceremonia alguna en unos carros y los llevaban hasta el cementerio. Yo los perseguia como un demonio necrofago, tapandome la nariz con el brazo, para echarles una ojeada. Nos atabamos los punos de las mangas bien apretados para evitar que subieran los piojos, nos poniamos un panuelo delante de la boca y esperabamos a que un barco nos llevase a traves del mar Negro. Pero todos los barcos tenian un problema u otro. Uno era demasiado pequeno para coger mas pasajeros; otro atravesaba el mar Negro solo hasta Turquia, que los sovieticos ya habian declarado Republica Sovietica del Turquestan y que estaba envuelta en diversos levantamientos tribales. En otro barco los viajeros ya tenian el tifus, y en otro pedian mas de lo que podiamos pagar. Estabamos atrapados en el apartadero, que poco a poco, con la lluvia, se convirtio en un cenagal inmenso. Parecia que el viento venia humedo de hielo y, como la figura pintada en un escenario del Mariinski, se llenaba las mejillas con el aire frio y lo exhalaba a traves de las vias, y nosotros teniamos que recurrir a serrar postes de telegrafo para quemarlos como combustible. Cada helada tarde Andres venia del compartimento de primera clase de su madre a mi diminuto vagon de tercera para tomar el te y algun chocolate caliente de vez en cuando con Vova y conmigo, sentados alli silenciosos, enfurrunados, hasta que, lo juro, parecia adoptar la cara de un mujik haciendo muecas a un burzhooi. Y nosotros pareciamos campesinos, porque por aquel entonces a mi solo me quedaban dos vestidos y a mi hijo un solo traje y un abrigo. Por las mananas, con una luz lobrega, yo salia al hielo, haciendo crujir las delgadas laminas que se habian formado sobre el barro con mis tacones, y por los oscuros rincones de la estacion salian los perros callejeros que venian a buscar los restos de nuestra cena de la noche anterior. Como corrian cuando yo los llamaba, delgaduchos, con las costillas visibles bajo el pelaje, con manchas de sarna cubriendoles las patas, los lomos e incluso la cara. Si, nosotros estabamos tan andrajosos como aquellos perros, y yo me compadecia de ellos, ya que no podia permitirme compadecerme de nosotros.

En febrero, a traves de antiguos amigos de tiempos mejores en el consulado britanico, Miechen encontro plaza para ella y Andres para salir de aquel tumulto en un lujoso transatlantico italiano, el Semiramisa, con destino a Venecia; Andres vino chapoteando por el barro hasta mi vagon para decirme que se iban aquella misma noche, que no podia permitir que su madre se fuera sola, pero que ella no habia conseguido pasajes para mi ni para Vova. ?Y que podia hacer el? Era mentira, claro esta, pero estoy segura de que Andres creia que era verdad. Nos tendio un paquetito pequeno de galletas de la cantina britanica y se quedo alli sentado, violento, en el asiento frente al mio con sus muelles, con una pierna cruzada encima de la otra, mostrandonos sus manos vacias. Yo frunci el ceno. Por supuesto, ella no habia querido conseguirnos un pasaje… ?Que mejor forma de librar de mi a Andres que permitir que la pesadilla que era Rusia nos engullese por entero? Vova abrio el envoltorio de papel y se puso a comer sin ofrecer siquiera una galleta a Andres, y yo no corregi sus modales. Una vez Miechen y Andres hubiesen dejado el Caucaso, Vova y yo nos diluiriamos en aquella masa de refugiados, y perderiamos todos nuestros privilegios. No teniamos conexiones en el consulado britanico, y ?quien entre la aristocracia enferma y desesperada recordaba o le importaba que yo en tiempos fui prima ballerina assoluta de los escenarios imperiales? No, mi poder, lo que quedaba de el, se extendia solo a los Romanov con los que me habia acostado, dos de ellos o bien en prision o muertos, y el tercero a punto de embarcar y perderse de vista. Y aunque yo fantaseaba con la idea de que Sergio escapase de Alapaievsk, ?y si nunca llegaba a este muelle, y Vova y yo estabamos todavia alli esperandole cuando llegase la caballeria bolchevique por encima de las colinas, rodeara aquella pequena ciudad y empezara a encarcelar, ejecutar o dejar morir de hambre a cualquier «antiguo» que pudieran recoger con sus gorras rojas? Podian meterme en una jaula, encima de un carro, y llevarme de pueblo en pueblo para que bailase como un mono con una cadena, la antigua bailarina del zar, y a mi hijo se lo llevarian a los bosques y lo fusilarian de inmediato. No, aunque me gustaria decir que espere fielmente a Sergio hasta una muerte segura, hasta que los bolcheviques a caballo se abriesen paso por aquellas colinas, la verdad es que no lo hice. No, yo era mas como los Messieurs Sabin y Grabbe y Leuchtenberg, miembros del sequito imperial de Nicolas II que se escabulleron cuando el tren del zar procedente de Pskov llego a la estacion de Tsarskoye en 1917 despues de su abdicacion, o mas bien como el doctor Ostrogorsky, que, despues de anos de tratar a los ninos imperiales -incluso habia recorrido todo el camino hasta Spala para tratar la gran hemorragia del zarevich-, le dijo a la emperatriz que las carreteras a palacio tenian demasiada nieve y barro para viajar, ahora que la familia se encontraba bajo arresto domiciliario. No, yo no podia esperar a Sergio en Novorossiisk. Vova y yo debiamos conseguir pasajes para salir de alli.

Y asi, mientras Andres se quedaba con mi hijo, comiendo galletas, yo fui trabajosamente por el camino enfangado y helado hasta el maltratado vagon de Miechen, subi los escalones y llame a la puerta. Un miembro de su personal me hizo entrar su salon, cubierto de colgaduras que parecian un poco estropeadas ya, igual que la alfombra, las paredes forradas de seda y la tapiceria de las sillas. Que dificil era mantener las apariencias incluso para Miechen… dificil para ella; imposible para mi. Pero aun asi ella seguia teniendo su corte alli, su samovar de laton humeante en medio de la mugre. Estaba sentada en el sillon mas grande de la pequena habitacion, con tres perros en su amplio regazo, vestida con un shuba o abrigo de piel negro y pesado y un largo panuelo gris enrollado varias veces en torno al cuello. Su rostro era como un champinon pesado e hinchado, su mandibula tan basta como la de un hombre, la nariz ancha, y colgando de sus orejas, incongruentes, como para recordar cual fue su sexo original, llevaba un par de pendientes de perlas. No sonrio para saludarme ni tampoco esperaba que lo hiciera. Odiaba a las mujeres de todos sus hijos, y nosotras lo sabiamos; nos llamaba, segun me dijo Andres, «el haren»: yo, la amante de Boris, Zinaida, incluso la mujer de Kyril, Victoria… todas odaliscas. Miechen parpadeo con aquellos ojos de parpados gruesos, como los de un lagarto. No mostro sorpresa alguna ante mi aparicion, aunque era la primera vez que estabamos las dos a solas. Quiza sabia que acudiria, sabia que yo no aceptaria mi omision del manifiesto del Semiramisa sin luchar… ?cuando habia permitido yo que me tacharan de una lista? Pero su estoicismo me cogio un poco por sorpresa. Ella no daba la menor senal de compasion ni de lamentar que mi hijo y yo nos quedasemos atras en aquel pais que se desmoronaba, condenados a un destino que parecia mas siniestro cada dia.

Ella hablo primero.

– Tengo poco tiempo para visitas. He de hacer el equipaje.

Si Miechen me hubiese hablado con amabilidad o hubiese expresado el mas minimo remordimiento, quiza yo habria perdido los nervios, pero el diminuto atisbo de sonrisa que uso para puntuar su observacion acabo de perfilar mi imaginario guion, de modo que empece a hablar de mi hijo, mi hijo y su origen incierto, una circunstancia repentinamente feliz.

– Su marido siempre fue un buen amigo para mi -dije, y los labios de ella se apretaron, finos como el papel-. Muy buen amigo.

Yo me acerque un poco mas, aprovechando el pequeno escenario que ofrecia aquel vagon.

– Me visitaba a menudo, como ya sabe. Compartiamos comidas, cenas; desayunos incluso. Intercedio muchas veces en mi favor. Incluso consiguio que actuase en la gala de la coronacion, a pesar de las protestas de la propia emperatriz viuda. Pero usted ya sabe todo esto, claro esta.

El rostro de ella estaba sonrojado, y yo me desplace para admirar un retrato del gran duque que se encontraba encima de una consola, con su marco. No habia necesidad alguna de apresurarse: que el publico contuviese el aliento. Enderece un poco el retrato y deje que mis dedos pasearan por el marco un momento antes de volverme. Si, no creo que los ojos de ella me hubiesen abandonado ni por un solo segundo.

Dije:

– Resulta muy dificil para mi… -Pero no lo era; ahora que habia empezado, ya no-. Hubo un verano, un verano muy solitario para mi. Y para Vladimir tambien.

– Por lo que he oido, paso usted muchos veranos solitarios -dijo ella. Pero su rostro habia enrojecido.

Hice una pausa. Quiza tuviera un ataque, en cuyo caso no tendria necesidad alguna de seguir: la desaparicion de ella seria la desaparicion de todos mis problemas. Pero aunque espere un momento, ella, desgraciadamente, seguia erguida, esperando, asi que me vi obligada a continuar.

– ?Nunca se ha preguntado por que mi hijo se llama Vladimir? -Baje la voz-. Mi hijo lleva una cruz de piedra verde en torno al cuello, con una cadena de platino. ?No se ha dado cuenta nunca? Fue el regalo de su marido para mi hijo. Lo llevo cuando lo bautizaron.

– El hacia muchos regalos.

– ?No ha visto las fotos de mi hijo cuando era un bebe? Es la viva imagen de Vladimir a la misma edad.

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